Una amiga sufrió esta semana el acoso de un hombre que le mostró el pene en la calle y eso me hizo recordar un traumático episodio del que nunca me atreví a hablar hasta ahora.
No es la primera vez que leo un post de Facebook o una queja por Twitter con una historia parecida a la de mi amiga. Hasta a mí me ha pasado, de alguna forma u otra. Ir caminando por la calle, que un hombre te pare, te grite, te haga un gesto que te paralice o que te toque: todo eso lo he leído alguna vez. Mi amiga siempre ha sido de las que gritan, las que pelean contra esas cosas, hasta que un día cualquiera la violencia de que alguien te muestre el pene estando sola te paraliza y no puedes decir nada.
Después de eso, viene la culpa. ¿Es porque estaba usando shorts? ¿Porque iba caminando sola? ¿Es porque me metí por un lado por donde no suelo caminar? Te pones a llorar, porque hay una fragilidad tan grande en el ser mujer, todavía en el 2017, que te persigue desde que naciste. Y no es porque seamos débiles o buenas para lagrimear, es porque todavía existe; casi como un alelo en el ADN masculino latino, una concepción de que somos platos de carne.Estábamos todas mis amigas conversando sobre lo que pasó, cuando otra sacó otra anécdota peor. Un día en el Metro, en sus primeros años de universidad, alguien se masturbó en su espalda, le tiró el semen, se bajó del vagón y la comenzó a mirar desde fuera del tren. Mi amiga solo se puso a llorar mientras alguien conocido la consolaba. Hasta le tomó fobia al Metro por un rato. “Lo peor de todo es que no sólo te puede pasar con gente desconocida, sino que con cualquiera. Incluso con un amigo”.
Ahí me quedé helada. Sentí que me iba a dar un ataque de pánico en cualquier momento y le pedí que no siguiéramos con el tema.
Como víctimas de una situación violentamente sexual, el único error que cometemos es callar. Por miedo y por confusión, nos quedamos mudas porque es algo que no se espera vivir. Mi mamá siempre me dijo que no dejara que nadie se me acercara a menos que yo quisiera, que “No” significaba no y que si tenía que gritar, lo hiciera. Hasta que un día se me olvidaron sus consejos y pasó que entendí, por fin, la importancia del consentimiento.
Vivimos juntos por un año, como amigos. Dormimos decenas de veces juntos, como amigos. Dejamos de vivir juntos y seguimos siendo amigos. Pero un día me quedé en su casa después de un carrete y quise dormir en su cama junto a él. Estaba curado y me empezó a toquetear, incluso aunque le pegara en las manos y le dijera que no. El forcejeo fue violento y terminó masturbándose solo en mi espalda, incluso cuando yo estaba hecha bolita en la cama.
No, no me fui al tiro. No salí corriendo. No le dije nada cuando terminó. Tampoco lo denuncié porque creí que era muy poco, porque finalmente era uno de mis amigos más queridos y estaba cagada de susto. Pero su presencia online me colapsó y terminé eliminándolo de todos lados. Pero nunca le he dicho nada.
Y no es que sea un problema exclusivo chileno. Debe haber algo en este mestizaje latinoamericano, una necesidad de dominar violentamente al oprimido, y lamentablemente las mujeres, los inmigrantes y los miembros de la comunidad LGBTI+ ocupamos el sitial que alguna vez la totalidad de los indígenas ocuparon. En un viaje al Perú, hace un par de semanas, los pitazos de taxis, las miradas de los hombres y los silbidos desde las construcciones me colmaron la paciencia y me dediqué a repartir palabrotas por las calles. Mirando a las otras mujeres peruanas entendí que mi cuerpo parecía una visión de un oasis, porque todas caminaban con pantalones (chicas y grandes) y nunca vi un short o una falda. Eso está reservado para las mujeres que turistean solas
Me acordé de Marina y María José, las chicas argentinas que mataron en Ecuador y el clamor femenino de la impotencia de no poder ni siquiera salir de viaje tranquilas porque algo te puede pasar. Me tiene hasta la mierda el comentario gratuito sobre mis tetas, mi culo, la forma en que camino, el trago que me quiero tomar en un local, la manera en que bailo en una disco. No hago todas esas cosas para impresionarte, hombre, las hago porque son algo tan profundamente mío que tus palabras y tus acciones simplemente me violentan el espíritu.
Ojalá algún día, una normal salida de amigas pudiéramos dejar de hablar de todas esa basura desagradable que te pasa por ser mujer. Queremos conversar de la sororidad, de lo bacán que es estar juntas y tranquilas y no de tu pene meneándose frente a nosotras en plena Alameda.