Cristián Martinez
A diciembre del 2018, el 50% de los jubilados por edad en Chile recibieron menos de 151 mil pesos. Peor aún, el grupo de jubilados que cotizó entre 30 y 35 años – lo que recomiendan los expertos – recibió una pensión promedio menor a 296 mil.
Si miramos los salarios no nos va mejor. El 50% de los trabajadores en Chile recibe menos de 400 mil y cerca del 70%, menos de 550 mil.
El crecimiento del costo de vida no vino aparejado con el aumento de los salarios. Chile hoy tiene un costo de vida por sobre países como Brasil, Argentina, Colombia, Perú y México, ubicándose en niveles similares al de Croacia o Arabia Saudita.
El precio de los medicamentos, las brechas salariales entre hombres y mujeres, el alto costo de vivienda, las deficiencias en el sistema de salud, la calidad de la educación, el CAE, los escándalos de corrupción públicos y privados con castigos mínimos comparados con delitos menores. Todo haría pensar que un estallido social era inevitable. Pero nunca ocurría ¿Por qué?
En los últimos 15 años – antes del 18 de octubre – fuimos testigos y, en algunos casos, partícipes, de movilizaciones importantes que contaban con mayor o menor simpatía de la ciudadanía. Aysén, las movilizaciones estudiantiles del 2006 y 2011, Punta de Choros, Quintero, aborto en 3 causales, Ni una menos y otras.
Cada una de ellas, buscaban -y a veces, lograban – cambios específicos en temas puntuales. Ahora sabemos que el problema real es mucho más complejo, multifactorial y los cambios, por importantes que sean, se diluían en un entramado que parecía imposible de modificar. Hasta hoy.
Entonces ¿Por qué esto no ocurrió antes?
Acá aventuro una tésis. La trampa está en que nos hemos visto obligados a correr con la cabeza gacha para poder sobrevivir en este sistema donde la suma final no da. Como caballos de carrera, diariamente debemos acelerar todo lo que podemos, imposibilitados de ver a los que están al lado o atrás nuestro. Sólo podemos ver a los que van adelante. A los ganadores. A los ejemplos dignos de imitar.
Dejamos de conversar. Nos aislamos. Nos convertimos en desconocidos. Ajenos. En un peligro para los demás. No hay tiempo para conocernos. No hay forma. Debemos llegar a fin de mes y esa tarea -imposible según todos los indicadores – nos vació socialmente.
La relación ingresos versus costo de vida no deja mucho espacio para nosotros. Con nosotros, me refiero a nuestra dimensión colectiva. Pasamos a ser individuos aislados y no partes de algo más grande. Le temíamos al de al lado porque es una amenaza en esta carrera de caballos, donde si uno gana, el resto pierde.
Pero ocurrió. Con una fuerza y consistencia que nadie esperaba. Orgánico. Sin una cabeza. ¿Con violencia? Sí, una violencia nueva para muchos y dolorosamente conocida para otros. Pero indivisible del movimiento.
Daniel Matamala, en su columna del domingo recién pasado en La Tercera, plantea – sin hacer apologias – que “contar la historia de la primavera chilena sólo con las protestas masivas, y no con la violencia destructiva, es hacernos trampa en el solitario”. Tiene razón. La violencia fue parte integrante de esta revuelta. Pero no fue su única característica ni mucho menos la más importante.
Hacía falta que conversemos sólo un poco para darnos cuenta que tenemos muchas cosas en común. Más de las que pensábamos e incluso más de las que queríamos asumir. Una breve charla en la fila de la farmacia nos ayudaría entender que lo que me falta, lo que me duele, también te falta y te duele. Que lo que a mi me sobra puedo compartirlo con muchos, no sólo con los míos. De pronto nos sentimos todos partes del mismo grupo nuevamente y creo que es esa transversalidad espontánea la que le dio la fuerza que le faltaba a esta ola para llegar más lejos que todas las olas anteriores.
No es empatía. No tengo que ponerme en los pies del otro porque soy el otro. Un nivel de entendimiento más profundo. Es pertenencia. Es que una mujer jubilada – incluso muchas de “clase alta”- tiene problemas similares al de un estudiante. Que las diferencias aparentes desaparecen cuando necesitas salud para un mal crónico, que a los viejos los mantienen los hijos y no las pensiones, que tras la cáscara del primer mundo hay un país latinoamericano más parecido a sus vecinos que a Noruega o Suiza.
Las manifestaciones multitudinarias mostraron una cara nuestra que no parecía ser la más común. Amables, colaboradores, generosos. Se le tendía una mano al que se quedaba atrás, se cuidaba al que lo necesitaba, se celebraba la valentía de algunos y el ingenio de otros. Se le sonreía a todos por igual. Se juntó por fin a los que no tenían nada que perder con los que no tenían nada por ganar.
“El chileno es chaquetero”, nos decían. El chileno estaba reventado y no tenía pespectivas. Es algo más acertado.
Con esto no digo que los problemas están resueltos ni estoy olvidando a los muertos, heridos y abusados. Hubo – y hay – represión brutal, qué duda cabe, y este mes ha tenido un costo altísimo para muchas personas y familias. Son heridas que no se cerrarán fácilmente. Que exista justicia se hace obligatorio para conseguir algo de paz.
Pero dados los episodios de violencia muy destacados en los medios y el costo económico de las manifestaciones ¿no hubiese sido más fácil para los matinales encontrar críticas? ¿por qué cuando entrevistaban a pequeños comerciantes, abuelos, jóvenes, todos perjudicados con los daños colaterales de la revuelta, sólo encontraban palabras de apoyo a la causa?
Nos dimos cuenta que mi problema es también tu problema. Nos dimos cuenta que entre todos la roca pesa menos y sí se puede mover. Nos dimos cuenta que no tenemos que querernos para trabajar juntos. Nos dimos cuenta que si no empujábamos cambios estábamos perdidos.