En esta pasada Ryan Murphy opta por abandonar su sello barroco en pos de retratar un escabroso caso real del que surge el nacimiento de la espectacularización de la vida privada.
Por Fernando Delgado.
No era necesario continuar con otra serie de psicópatas nacida de la ficción, el horror está en el cotidiano y la mejor fuente era revisitar la particular obsesión norteamericana por su cultura hacia los asesinos y el culto mediático en torno a estos. Así lo entendió Ryan Murphy – Cerebro y showrunner de series como Nip/Tuck, Glee y American Horror Story– porque detrás del caso de O.J. Simpson se abren páginas no sólo referentes a lo policial/judicial. Sino también las de la prensa rosa y de los reality shows, emparentándose con los talk shows morbosos de Jerry Springer y Geraldo Rivera. Como un extenso mapa de relaciones incestuosas cargadas de sangre, perversiones, enfermedades mentales y marginados dispuestos a todo por obtener sus Warholianos quince minutos de fama. Puntas de lanza que empujan al juicio legal a quedar relegado por uno mucho más feroz; el veredicto de los espectadores en un escenario global donde los medios masivos empezaban a convertirse en centros de poder.
A continuación revisamos algunos anexos del expediente público de esta primera temporada.
Uno: La máquina de hacer casting; Una fiesta. No hay mejor definición para apreciar el sólido trabajo de John Travolta, Sarah Paulson, Cuba Gooding Jr y David Schwimmer. No hay imitaciones burdas compuestas de pelucas y bigotes postizos, todos tienen sangre en las venas e imprimen en sus personajes una tridimensionalidad apetitosa.
Dos: Restos humanos; Saber escarbar en la basura es un mérito. Hay que tener el estómago blindado. Si en producciones anteriores de Murphy las desviaciones provenían desde la escoria, en este caso no fue necesario agregar más escombros. La vida imita al arte y la podredumbre humana puede ser más aterradora que pacientes esperando corregir un defecto físico o que incipientes cantantes adolescentes víctimas de bullying. El guión y la dirección es por lejos lo más sobrio que hemos visto de RM, el motivo se huele. No es necesario poner más adjetivos en un hecho lo suficientemente crudo.
Tres: Tan lejos, tan cerca; Casi como ficción de anticipación. Un viaje en el tiempo al pasado para comprobar que nada ha variado tanto desde 1994 hasta ahora. Hay sexismo y racismo en grados que harían avergonzarse hasta al más reaccionario, y es en estos pecados donde aguardan los mejores momentos de esta producción.
Cuatro: Generación YouTube; Una alusión tan maliciosa como necesaria es la de incluir breves apariciones de las hijas de Robert Kardashian (David Schwimmer), amigo y uno de los abogados del brutal staff de defensa de O.J. Las mismas protagonistas del majadero “Keeping up with the Kardashians” aparecen esbozadas en su infancia, como una epifanía que hace de link entre ¿diversas? formas de rentabilizar la intimidad.
Cinco: Música para camaleones; Es posible que esta sea la serie más madura y a la vez, la que posee menos baches argumentales en los que tiende a caer su mente maestra. Esto no la exime de alguna de sus marcas de agua, en este caso de su melomanía que se encarga de aderezar el drama con canciones de Nina Simone, Beastie Boys, Sting, Kool and the Gang o Portishead. La música como posible disfraz para un hombre que pasó de ídolo a caudillo y finalmente a un frío asesino. Porque esta vez la monstruosidad reside bajo la piel y en una ventana empañada por la sombra de la duda.