A partir de la comedia negra distópica The Lobster, de Yorgos Lanthimos, reflexionamos sobre cómo en tiempos de aplicaciones que supuestamente nos conectan con los otros, y drogas que se supone que nos acercan a los demás, en realidad nos estamos aislando y atomizando.
por Juan Carlos Sahli
Recluidos en el bosque, se prohibe cualquier tipo de romance, flirteo o contacto físico. Si pillan a alguien besándose, lo castigan haciéndole un tajo alrededor de la boca. Su único ritual es bailar electrónica, pero todos con audífonos. “Bailamos por nuestra cuenta, por eso es que sólo tocamos música electrónica” explican.
Hablo de The Lobster (2015), la comedia negra distópica de Yorgos Lanthimos.
Imagina un futuro dónde quienes no encuentran pareja son enviados a la fuerza a un hotel junto a otros solteros para que lo logren en 45 días. Si no alcanzan la meta, son convertidos en el animal de su preferencia. Pueden ganar un día extra en el hotel si es que asesinan a uno de los “solitarios”, el grupo disidente recluido en el bosque. Ellos van al otro extremo de la presión por emparejarse, para asumir la soledad y la soltería como la única ley. David (Colin Farrell) empieza en el hotel pero pronto decide escaparse y termina en el bosque con los “solitarios”. Ahí conoce a una mujer (Rachel Weisz), miope igual que él y juntos comienzan un romance a escondidas del grupo.
Si bien en sus comienzos con el disco y el house, la electrónica significaba un espacio contracultural de comunión y libertad, ha tenido la mayor popularidad en nuestro presente, dónde la contracultura es co-optada como cultura en una base de datos.
Vivimos en la época del EDM, así cómo también del narcisismo y el culto a la transparencia, del instante cómo única posibilidad de futuro y salvación. Los “solitarios” de Lanthimos bailan electrónica en grupo y con audífonos, para así sentir sus pulsaciones y vibraciones pero nada del riesgo que implica bailarla con otros, la verdadera posibilidad del amor. No por nada el éxtasis, la llamada droga del amor, es la predilecta para las fiestas electrónicas. Provoca euforia y exacerba la intimidad y la empatía, todas propiedades del amor, sólo que acá reducidas a una noche sin consecuencia, dónde ese amor es hacia todos y hacia nadie en particular.
Bailando junto a otros, pero solos. Nuestra posmodernidad se caracteriza por la proliferación de opciones para el goce y la libertad. Las fiesta electrónicas son una de ellas: entre alternativas cómo los Boiler Rooms o Mysteryland, se empuja a la paradoja de sentir amor por nuestra cuenta, prescindiendo de un otro. Ir al concierto de una banda, en cambio, supone una mayor sintonía con los demás. Hay composiciones con letras, una voz que se dirige directamente al público, y que incluso puede aprovechar los recesos entre canciones para dar discursos personales o políticos. El público asiste bajo la adherencia a una voz reconocible, por defecto, nos unimos a extraños que vienen a escuchar el mismo mensaje.
Pero sin rostro humano, la electrónica se esconde detrás de maquinas para transmitir amor. Amor sin mensaje claro, a ser recibido de forma abstracta, luego bailado y gozado, obviando el encuentro que implican las palabras y el contacto visual o físico.
Mi generación no está en los extremos de The Lobster, con un bosque para los solterones asumidos y hotel para aquellos dispuestos a superarlo, pero sí se asemeja en las mismas disociaciones entre amor e individualismo, la misma presión por estar emparejado bajo conceptos pre-armados, bajo diagnósticos que antes que apelar al amor por un otro, apelan al amor propio. Cuántos hemos escuchado la típica “Tienes que estar bien tú antes de poder estar con otros”.
Hoy se apunta a tener un Yo completo, sin carencias; si queremos ser amados tenemos que ser un puente, y uno al que no le falten palos ¿Pero qué es estar bien, qué es estar completo? Antes que aspirar a aquel valle absoluto del amor propio, debemos primero aceptar que en todos radica un lado oscuro. Nacemos con una cruz de defectos que nos va haciendo zancadillas a lo largo de la vida, dónde lo máximo que se puede hacer es aceptar, lidiar y atenuar. Encarar a nuestros defectos, a lo que nos cuesta, es cómo compartir un breve momento de fraternidad con nuestros enemigos, no por eso se acaba nuestra lucha y oposición.
Todos hemos conocido parejas en que a ambos les “faltan palos para el puente”. Seres incompletos y dañados, que sin embargo se lanzan a una relación. Bajo el espíritu de hoy en día, dónde toda falta debe ser definida y superada, juzgaremos los resultados finales, la relación terminó siendo un desastre, destructiva y dolorosa para ambos. Diremos que no estaban preparados para amar. Pero sin embargo amaron con toda la vulnerabilidad y peligro que ello implica. Se atrevieron, mientras nosotros seguimos preparándonos y soñando despiertos con esa posibilidad, en una carrera indefinida por la compleción y la sanación bajo criterios que ni tenemos claros.
Incluso con Tinder, Grindr y tantas otras herramientas a disposición, se sigue padeciendo en muchos de mi generación una soltería permanente, a medio camino entre la comodidad de estar solo y la añoranza por tener a alguien. Es común en el ambiente gay, donde la vanidad es más pronunciada por lo que hay cierta defensa en ser mirado y deseado, mas no tocado.
Podrán haber miles con quienes alguna vez he quedado de tomarme una cerveza, pero conviene más comerse el queque de cannabis solo que llamarlos. Nuestra época Tinder busca reducir el deseo humano a algoritmos y tags incluso fuera de lo virtual. Sabremos si salir con cierta persona en cuanto es del mundo de las artes o del derecho, si fuma marihuana o la detesta, si viene del seno de una familia facha en Talca o de intelectuales en Buenos Aires. La multitud de variables no quiere decir que tengamos el coraje para estar con una persona de carne y hueso, hecha de una complejidad e imperfección que desvíe cualquier denominador. Al contrario, dicha realidad es la que nos pone mezquinos y selectivos.
Y así, plagada por denominadores de química y compatibilidad, La Búsqueda del Amor esta hecha de narcisismo. Ahí entran los solteros del mal de amor, quienes se embarcan en relaciones bajo expectativas implacables, enamorándose, aún sabiendo que tienen mucho que perder. El rechazo es temido y eventualmente invocado porque está la idea egoísta de merecer.
Merezco ser deseado y amado como a mí me gustaría o como lo fui en algún momento.
Merezco tener a ese alguien que se ajuste a mi ideal, que puede ser sacado de experiencias pasadas, de la serie de moda o de nuestra propia imaginación.
Y cuando ya se ha fracasado mucho, la relación exclusiva es con un hobby o pasión, ya que éste siempre les corresponderá como su más alto ideal. “Sin la seducción del otro atópico, que desata en el pensamiento un deseo erótico, aquél se atrofia y no pasa de ser un mero trabajo. Al pensamiento calculador le falta la negatividad de la atopía” (Ryun Chul Han, La Agonía del Eros).
El otro atópico, “sin lugar”, ese a quien no podemos ajustar a ninguna concepción personal, ni reducirlo a los mismos parámetros bajo los cuales aspiramos a algún trabajo o planeamos subir el Everest. Un otro inabordable en su totalidad, sin medida alguna.
Al final de The Lobster, cuando los “solitarios” descubren el romance clandestino entre David y la mujer, practican un cruel castigo contra ella, engañándola con una operación a su miopía para volverla ciega.
¿Qué hace David ahora que la miopía que compartía con su amada es convertida en ceguera? ¿Ahora que ella ha quedado en total desventaja frente a él? Decide aniquilar a su ego. Se planta un cuchillo para quedar ciego y así estar con ella en su condición. Finalmente, pareciera decirnos la película, que la experiencia del verdadero amor tiene harto en común con la ceguera. Es absoluto e indiscriminado. No tiene el build-drop-release del beat electrónico. Es más un silencio dónde ni está la garantía de una nota musical, algún sonido que lo interrumpa. No hay marco de referencia, ninguna luz que guíe, sólo puede vivirse a mero pulso e intuición.
Nada muy cool: olvidarme de mí y lo que quiero, partir ciego.