Quizás los sueños tienen siempre una cuota de imposible. Empiezan como una pulga en el oído: ¡Oye… Hey! Supongo que cuando se te ocurre algo tienes dos alternativas: hacerlo o no hacerlo. Esta vez lo hicimos.

El desierto amplio, la fogata, el sistema de sonido, la vía láctea tan clara sobre nosotros, la música. ¿Cuántos éramos? ¿10? ¿100? ¿300? Ni idea, pero todos habíamos elegido Apachita para ver el eclipse y le achuntamos.

Cuando piensas en una evento gratuito y colaborativo no te imaginas los temazcales, ni todo el reciclaje separado, ni las empanadas deliciosas, ni las noches que pasamos bailando en el desierto. Los colores de los cerros, las carpas, la sonrisa fácil de quién está dispuesto a compartir, de quien sabe que va a compartir.

Eran en total cuatro cajas R4 y cuatro Sub bajos Funktion One. Así sonaba. Así sonaron Derrok, Vicente Vasquez, Enemigo, Ahau con Cosmos. Así sonaron Karembeus, Javier Henriquez, Pableiro, Tom-p, Demian Müller. No sé si me explico, pero así sonaba. También hubo acústicos y un micrófono abierto de casi tres horas donde diferente artistas sumaron tambores, charangos, armónicas y cantos. 

Durante 4 días habitamos Condoriaco, una remota localidad minera de muy pocos habitantes, que de pronto ¡PUM! fueron 300, fueron 400. Algunos armaban sus carpas en los patios de la gente de la comunidad o alojaban en sus casas. Otros llegaron en motor homes a armar su nido en el desierto. En el lugar donde estaba la Escuela (que ya no tiene alumnos), una iglesia, una bodega y una sede de la comunidad, se levantó el centro de operaciones, justo detrás estaba el stage. 

Los primeros aventureros llegaron el martes, una semana antes del eclipse y así a goterones fueron lloviendo las piedras que le darían forma a esta Apachita. Éramos más de 60 personas contribuyendo, una carpa muy cerca de la otra. Un baño comunitario que fue escenario de una escena inolvidable que reflejó el espíritu de este encuentro -para mí-. 

Dos veces al día entrábamos a sacar los papeles, limpiar con cloro, trapear el suelo. Un aporte al colectivo. Durante ese rato el baño quedaba clausurado. Siempre llegaba alguien que trataba de abrir la puerta. “¡Estamos limpiando!” – avisábamos y seguíamos. Una de las veces -al terminar- nos esperaba afuera una fila de mujeres, maravillosas. 

Grande fue mi sorpresa dos días después, cuando a eso de las 8 de la noche voy al baño, la puerta cerrada. Toco. De adentro alguien grita: “¡Estamos limpiando, ya estamos casi!”. Abren la puerta y los roles habían cambiado. Ahora nosotras éramos la fila que esperaba para entrar y ellas limpiaban. Una genuina coincidencia, al mismo tiempo graciosa y afortunada que me dejó en claro cómo funciona realmente lo colaborativo, cuando funciona. La magia se da cuando todos ayudamos desde nuestro radar propio, solo así los complementos logran hacer sinergia. Si veías que faltaba algo, al momento de darte cuenta ya era responsabilidad tuya. Era tu pulga en el oído. Y estaba en ti hacerlo o no hacerlo. En Apachita la disposición era a hacer. Creo que esa fue la clave. 

El árbol más grande era un pimiento, una de las mayores fuentes de sombra. A pocos metros una antigua huerta comunitaria, ahora seca, que fue el lugar donde se sembró un temazcal. Hubo dos temazcales diarios durante cinco días, con más de 30 personas cada uno, llenando de luz, unión y calor las tardes frías del desierto. También hubo una práctica de yoga y malabarismo con fuego. Se armó una aldea con cremas y jabones naturales, artesanía mapuche, ropa, libretas y otros tesoros hechos a mano. 

Quien llegaba y quería aportar era bienvenido. Y así se fue construyendo esta Apachita. Hubo un par de sets maravillosos, de esos en los que te descubres riéndote solo. Siempre alguien mantenía el fuego vivo, siempre alguien recogía la basura, siempre alguien… Y entre todos estos alguienes, trenzamos un ambiente maravilloso ¡Gracias! 

La gente de la comunidad ofrecía comida, duchas, baños y toda su hospitalidad. La reina era la Johanna, presidente de la junta de vecinos de Condoriaco, que congregaba a todos en su cocina. Siempre con una sonrisa y con la mejor energía ¡Capa Johanna! 

El eclipse fue tan personal. Cada quien buscó su lugar, su refugio entre las montañas para eclipsarse tranquilo. Después la música nos convocó de vuelta y peleamos el frío bailando y tomando navegado. 

En fin, vibramos acceso y abundancia. Vibramos colaboración y hermandad. Vibramos libertad y seguridad. Eso fue Apachita… aunque la verdad, fue mucho más.  

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*Apachita es voz quechua, describe una ruma de piedras construidas en puntos claves de las rutas más difíciles de Los Andes. En cada Apachita nuestros ancestros caminantes dejaban su fatiga, sus males y dolores como una ofrenda para seguir el viaje protegidos.