Blade Runner 2049 no es una película para nostálgicos fundamentalistas ni para añorantes de obras maestras en cada estreno semanal. Se disfruta como un Blockbuster pero sus valores nutritivos son superiores al de los nuggets de pollo que contiene el cine de superhéroes con sus universos cruzados para-todo-espectador.
por Fernando Delgado
Para el francocanadiense Denis Villeneuve (Director de Incendies, Prisioneros, La llegada) la vida –y sus películas- están compuestas por gente lacónica y de emociones en contención. Cuesta llegar a sus historias, que se estrenan en circuitos comerciales pero tienen ideología de cine-arte. Cuesta solo al comienzo, porque con su envase de tienda de retail y castings de portada de Vanity Fair, su tendencia es a narrar desde el centro pero con la certeza de que lo más trascendental ya pasó o está pasando por los costados. Y como buen ilusionista, no permite ver esa alquimia que tanto se ansía.
Es un riesgo, Villeneuve lo corre y sale airoso ante el espectador. Y esta vez no es la excepción a la regla con la siempre soñada continuación de Blade Runner. Un espectáculo absoluto a treinta y cinco años del estreno de la original, orquestada en 1982 por Ridley Scott. Evento donde la fiesta de calificativos rocambolescos para celebrar esta continuación podría ser larga, se sabe.
Pero hay solo uno que emerge y sobrevive al resto: la ambigüedad.
Puesta aquí como una postura política, en la piel de un cuerpo andrógino que no teme en interpretarse a si mismo de mil maneras posibles. Porque esta vez, todos los caminos llevan al templo de la identidad. En esos senderos anda el reservado oficial K (Ryan Gosling), un replicante bien adiestrado para cazar modelos de replicantes en rebelión. Un androide que modela con sus manos y dentro de sus posibilidades, una vida cómoda. En esa rutina es confortado por Joi (Ana de Armas) un holograma diseñado para hacer las veces de escort/consejera/amiga.
La perfecta fantasía para este hombre blanco creado para proteger, servir, -y aunque él no lo sepa- también para sentir.
Mientras las tormentas de lluvia ácida pegan fuerte contra los decadentes neones de Los Ángeles, K da con una perturbadora sospecha, la cual, de confirmarse, podría desatar una revolución. Secreto que el siniestro y mesiánico corporativista (siempre van juntos esos rasgos) Niander Wallace (Jared Leto), intentará mantener bajo su control, enviando a su más pulcra y letal creación; Luv (Sylvia Hoeks), tras los pasos de K y de su superiora; Joshi (Robin Wright). A la par que K intenta provocar un encuentro con la única persona que podría esclarecerlo todo, el siempre mítico y ahora sin paradero conocido Rick Deckard (Harrison Ford).
Una duda que destapa nuevas interrogantes, y hace imaginar por otras que están por venir. La creación modélica quiere dejar de ser tal, persigue ser un otro real. Nacido de forma humana y no en la línea de producción de una estilizada fábrica. Anhelar ese útero tibio –en rigor, con diminutivo; tibiecito- porque eso es lo que rastrea de verdad el oficial K; la sensación de pertenencia. Aunque sea recabando y persiguiendo el ideal de una familia diseminada entre fragmentos omitidos (Villeneuve con todo, como siempre).
No es una película para nostálgicos fundamentalistas ni para añorantes de obras maestras en cada estreno semanal. (Como si todas las películas nacieran con esa vocación de servicio por las entregas de premios).
En estos 163 minutos no hay una obsesión enfermiza por el pasado. Esta BR corre sola, con respeto por su matriz y con la altura para pulir los bordes afilando nuevas preguntas en una muy elegante estela de frío misterio.
Es cine industrial, y que podría proyectarse en una fiesta de música ad hoc en perfecta sincronía. Se disfruta como un Blockbuster pero sus valores nutritivos son superiores al de los nuggets de pollo que contiene el cine de superhéroes con sus universos cruzados para-todo-espectador. BR nunca fue un equivalente de acción desmadrada a lo Rambo (Sin desmerecer a John Rambo), y ahí pudo estar su mal parto. Fue concebida en una década donde todo lo que estaba en oferta, derrochaba balaceras ensordecedoras, dinamita por toneladas y conspiraciones fascistonas.
No estaban las carteleras para acoger a un neo-policial con sangre ciberpunk, menos para mostrar una distopía sucia, deprimente, que asfixiaba y afligía con su urgencia de anticipación en medio de todo ese porno de exitismo que englobaron a los ochentas.
Error de programación en el pasado repitiéndose en el presente con este descendiente que corre esa misma –mala- suerte. Pero que de seguro, en el futuro (Oh, futuro), encontrará ese terreno que hoy le es negado. Como un cosmonauta con información privilegiada sobre nuestra naturaleza que espera ese abrazo protector al llegar a puerto. Aunque sea un espejismo fugaz en su hoja de ruta, todo con tal de sentirse un poco, un poquito en casa.