Carla, 29 años, Santiago de Chile.

Cuando era muy chica mi papá y mi mamá se separaron. Tengo recuerdos borrosos de esa época, sólo sé que cambiamos Concepción por Santiago, pasamos de vivir en una casa grande a un departamento pequeño que ocupábamos mi mamá, yo y mi gata. 

Y de ahí en adelante, en esta nueva ciudad, mi mamá intentó darle otras oportunidades al amor, aunque la mayoría fueron un fracaso: la vi llorar mil veces y la escuché sufrir muchísimo. Pero tras un par de semanas de duelo, el amor volvía a tocarle la puerta. Un desfile de idiotas pasó por nuestra vida. Y ahí estaba yo, para hacerla reír y pegarla en pedacitos cuando ella terminaba destrozada. 

El amor para mí, tal vez por lo que veía en casa, nunca fue una opción. Entonces crecí sin desarrollar esa parte de mi vida, en la universidad tuve un par de parejas, pero cuando no funcionaba yo rápidamente desechaba esas relaciones sin darles mucha importancia. 

Desgraciadamente desde los once voy a terapia por depresión y me ha costado mucho salir de ahí. Mi diagnóstico es trastorno del pánico con ansiedad generalizada y lo he tratado con pastillas, que son lo que siento que me funciona más. Entonces entre eso y el trabajo no tenía espacio para pensar mucho en otra cosa. 

Mi mamá volvió a Concepción a cuidar a mi abuela en 2019 y con la llegada del estallido y después la pandemia, no nos hemos visto mucho. Recién nos encontramos en marzo de este año y pudimos salir a tomar un café. Hoy me siento muy tranquila, tengo un trabajo estable y soy independiente. Voy a mi psicóloga dos veces al mes y me siento muy bien. 

En esa caminata con mi mamá, después de tanto tiempo, me preguntó cómo estaba, cómo sobrellevaba mi depresión, si seguía tomando pastillas y un largo etcétera. Son temas que pocas veces hablamos con esa soltura, a pesar de que tenemos la confianza. Yo le conté que estaba bien, que había bajado las dosis incluso, que hacer yoga en este último tiempo me había servido mucho para la ansiedad. Pero tenía otra noticia nueva que darle: estoy en una relación con un hombre hace cinco meses, ha sido un proceso lindo, intenso y estoy feliz. Y por primera vez no me lo cuestiono tanto, ni desconfío. Pero a ella sólo le dije la primicia del tema, no entré en detalles.

Su respuesta fue que un hombre era la razón por la que yo estaba bien. Debo confesar que en ese momento me hirvió la sangre, incluso sentí rabia hacia mi pareja. Ella me felicitó, me dijo que por fin. Que entendía ahora porque nunca me había visto bien y que la respuesta a eso era estar con un hombre. Yo tengo poca paciencia, pero esta vez logré mantenerme cuerda y en lugar de debatir, me quedé en silencio. Y no hablo con superioridad moral, pero veo el salto generacional entre las dos y es gigante. Yo he trabajado mucho en mí todo este tiempo para encontrar equilibrio, pero  veo cómo ella forma parte de un grupo de personas que cree en la leyenda del príncipe azul, el que te rescata de los problemas y te da todo lo que te mereces, y a la vez yo estoy orgullosa de mi, por haber elegido otra narrativa, por haberme preocupado de mi, de re construirme y de hoy elegir (en mayúsculas por favor) a un compañero, porque quiero, porque puedo, no porque lo necesito. Mi pareja no es un antidepresivo. Me complementa con mucho amor.

Mi mamá volvió a Concepción extremadamente feliz por mí y yo me quedé acá, feliz también por mí.