No tiene nada de malo.

Por Pablo Acuña 

La soledad es un gusto adquirido. Desde un punto de vista de supervivencia, la compañía humana nos permitió en primer lugar ahuyentar depredadores de forma más eficaz, y milenios de condicionamiento han arraigado tal lección. A medida que nuestra sociedad se ha vuelto exponencialmente más compleja, la soledad absoluta se ha vuelto casi una imposibilidad. Este proceso de atomización, irónicamente, nos ha llevado a convertir lo que antes era un riesgo existencial en otra experiencia de valor, y aunque la soledad cada vez es vista de forma más positiva aún podemos sentir en nosotros aquellas pequeñas voces que constituyen aquella primaria y evolutiva ansiedad.

Comer solo tiene múltiples dimensiones, cuyo primer orden es que son muchas las situaciones en las que como individuos nos podemos encontrar alimentándonos en soledad. Puede ocurrir bajo los ritmos de una jornada laboral, las dinámicas domésticas propias u colectivas, o cualquier otro escenario azaroso en el que los humanos requerimos alguna de nuestras tres comidas mínimas.

Es común oír como la gente en las casas se acompaña de los ruidos de la radio o del televisor al alimentarse, o la tranquilidad de comer en los espacios diseñados “al paso”, manifestaciones físicas de las estaciones de servicio pero para nuestra especie.

Dicho esto, existe en el restaurante tradicional una última forma de interacción bajo códigos clásicos, los mismos que pueden en la soledad presentarse como incomodidad.

Este es un ejercicio en solipsismo. Algunos, no pocos, comen solos en público sin ningún problema, no piensan en esto y sólo disfrutan la experiencia. Tales personas, afortunadas en que sus neurosis deben sólo deben influenciar otros aspectos de sus vidas, posiblemente tengan dificultad en entender tales emociones. Quienes sí sienten la incomodidad, en cambio, quizás logren recoger valor en recorrer metódicamente el proceso bajo el cual tal sentimiento no sólo es un impedimento para explorar el mundo inmediato, sino también degustarlo libremente.

Digerir, requisito necesario al comer, como proceso necesita también tranquilidad. Nadie bajo stress o ansiedad ha podido procesar su comida correctamente, mucho menos disfrutarla. Dominar el acto de comer solo y luego digerir tranquilamente implica también una mejoría de salud real, la liberación de una fuente de cortisol. El liberarse de la presión interna, imaginada o real, sin duda se traduce en al menos una experiencia de vida un poco más feliz.

Es innegable, aunque muchos declaren sinceramente no asignarle importancia o juicio, que aún existe una condena social ante la soledad. Esta se hace patente de muchas formas, y al comer solo también nos acompaña un sinfín de pensamientos hostiles provocados por extrañas miradas cruzadas con desconocidos o un inseguro fuero interno. Existe un mito propio que Chile tiene sobre sí, donde creemos que edificios modestos con fachadas reflectantes y un sistema moderno de tarjetas de crédito nos convierte en una sociedad avanzada, una ficción que omite que nuestra pequeña nación de 20 millones aún juzga, en mayor o menor grado, como pueblo pequeño. Estas actitudes parroquiales, presentes aún en nuestras vidas, contribuyen a los sentimientos de ansiedad que impiden en muchos casos la dicha individual libre.

Curiosamente, alimentarse acompañado tiene sus propios desafíos, los que evaluados podrían sugerir un camino hacia la revalorización de la soledad. Comer con alguien requiere sincronía, en el sentido que debe existir cierta armonía en los ritmos que rigen la compañía inmediatamente presente. Esto no ocurre al estar solo, espacio donde una vez establecidas las reglas del local el individuo puede elegir si cumplirlas o romperlas bajo sus propios términos. La persona, más importante aún, desafía esta forma de socialización temprana que rechaza la soledad, y asume para sí la libertad de decidir los caminos culinarios y emocionales que seguirá, algo que en sociedades cada vez menos libres tiene un valor sustantivo, no muy distinto a leer libros prohibidos o guardarse un secreto pequeño, manifestando una vibrante y rica vida interior.

Finalmente, la soledad y detenerse liberadamente implica, por sobre todo, crear tiempo para pensar. La dictadura del tiempo, algo que las sociedades industrializadas han dejado de cuestionar, rige nuestras vidas en ritmos muy distintos a los que los cuerpos y mentes llevan. Desde un punto de vista de la física el tiempo es lo que mide un reloj, por lo que el tiempo desde una escala humana es algo subjetivo, sujeto a las emociones y espacios en los que estamos. En medio de la crisis de salud mental que afecta nuestro país, la cual podemos intuir en objetos y prácticas como libros de mandalas en las calles, aplicaciones de meditación y descuentos en farmacias para antidepresivos, no existe una verdadera reflexión respecto al acto meditativo de la soledad alimentaria. Quizás enfrentarse a los verdaderos motivos de la soledad y hacer paz con ellos y uno mismo, acompañado únicamente por las indulgencias del comer, sea otro camino más hacia la liberación de los sufrimientos que, en mayor o menor grado, efectivamente compartimos todos.