El legado de “El Resplandor” opera con heridas propias y sin anclarse al polémico coloso de Stanley Kubrick. Porque lo dirigido por Mike Flanagan (La maldición de Hill House, El Juego de Gerald) calibra con independencia las cargas familiares y los pasadizos nevados del pasado.
Por Fernando Delgado
“Abusadores y abusados” podría ser un título tentativo para una retrospectiva de Stephen King.
Siguiendo esa tesis exprés, en esta adaptación viven traumas no subsanados, depredadores psíquicos y niños vulnerados. Una trinidad de fetiches de lo más representativos del padre de Carrie White.
Perversiones de las que aún no se ha liberado Danny Torrance (Que preciso está Ewan McGregor). El horrorizado niño de 1980 es ahora un cuarentón de vida disipada y de reacciones iracundas. Asolado por ese padre caníbal que puso en riesgo su vida y la de su madre en los geométricos salones del Hotel Overlook.
En cinco tomos de media hora cada uno, Flanagan ordena y distribuye el material original con buen pulso. Dibujando un laberinto narrativo que incluye a Danny (Roger Dale Floyd) y Wendy (Alex Essoe) intentado (re)armar una vida fuera del Overlook durante los ochentas.
A la par y por otros senderos transita la banda de meta humanos de Rose (Rebecca Ferguson, una Michelle Pfeiffer para la GenZ), quienes mientras cazan niños videntes, aguardan en el futuro un encuentro definitorio entre Dan (Ex Danny) y Abra Stone (Kyliegh Curran), una preadolescente acosada por los nómades liderados por Rose.
¿Hay una sublectura pedófila en ese asedio? Sin dudas. Actúan como vampiros, unos que manipulan y encantan y atacan (¿Alo, Pennywise?) apostando por la vida eterna como un lujo que requiere de sacrificios inmorales.
Es evidente la existencia de guiños visuales, transiciones y planos que comparecen ante su antecesora. Es genética pura, la sangre tira, y lo hace asumiendo su condición de hijo liberado ante un padre que podría resultar amenazador.
No es casual entonces que el material esté continuamente retroalimentándose con padres desconectados y con hijos a la deriva.
Pero no son solo ellos, también son familias y comunidades enteras despedazadas por entes de diversa ralea. El natal de Maine sabe como romper las piernas de la sociedad civil para dar paso al caos. Da lo mismo tu cultura o jerarquía. La universalidad del mal recaerá sobre ti apenas conectes con una obra o adaptación del autor de Doctor Sueño.
Podríamos situarlo en Chile, sin ir más lejos.
No es antojadizo hacer el ejercicio. Funciona como un time-lapse para eso que sigue pasando a gran velocidad desde la vorágine post 18-O.
Entonces ¿Pega más fuerte una historia de adultos y niños asediados por fuerzas omniscientes en un escenario violento?
Lo hace, y posiblemente aumenta la ansiedad de saberse a la deriva. Son dos pantallas divididas, como si fuera un cine dúplex contando un relato en paralelo. Y entonces el terror se convierte en el relato predominante en la víspera del nuevo decenio.
No es el único género cruzándose en una arena mutable.
Es una estética plural en busca de la eclosión, porque a pesar de esa mueca tatuada de espanto y agobio, nos permitimos empatizar con los caídos, con los quebrados, con los cegados.
Instalados en una tierra tristemente fértil para la creación de fantasmas y de gritos ahogados, se vuelve urgente buscar la catarsis parapetado en una sala de cine.
Es la alternativa para los menos aguerridos, pero igualmente válida.
Está hecha para quienes insisten en buscar los códigos para un exorcismo político entre las viejas y las nuevas oleadas de la ficción más escabrosa. Encriptando en cofres a las pesadillas que nos aturden despiertos.
Resplandecer es la consigna.