Mi quiebre definitivo fue cuando dijeron que los hijos de padres separados eran más propensos a ser alcohólicos y drogadictos.

Como mis papás son separados, fin de semana por medio hacía lo que quería en la casa de mi papá. Mi panorama favorito era recorrer el Blockbuster y arrendar películas de terror para el fin de semana completo. Después cuando tenía pesadillas mi mamá lo llamaba enchuchada por irresponsable y terminaban odiándose más. Misión cumplida.

Pero el problema que tenía con la dinámica de ver películas de terror a escondidas tenía un peso mucho más grande en mi conciencia porque dentro de los dogmas impuestos en mi colegio, eso estaba terminantemente prohibido. De hecho teníamos instrucciones explícitas de incluso no ver Romané, la teleserie gitana de TVN.

Mi colegio no respondía a los cánones de un establecimiento tradicional católico. No pertenecía al Opus ni a los Legionarios de Cristo; no tenía una infraestructura europea; tampoco era exclusivo para gente de un estatus privilegiado. Pero nada de lo anterior impidió que fuera extremadamente católico con cosas particularmente espeluznantes que descubrí conforme fui creciendo.

En primer lugar, todas las salas tenían un rincón de la fe: una mesita con varios santos y fotos del papa Juan Pablo II donde uno pagaba penitencia –generalmente rezar de forma autodidacta- ante cualquier situación que uno consideraba pecaminosa (entre esas, ver películas de terror, como en mi caso). Conste que era recién el año 2000 y yo tenía siete años.

En segundo lugar, al ser un colegio de provincia relativamente chico las profesoras y directiva tenían permiso para inmiscuirse en la vida familiar y de sus alumnos con total libertad. Me explico:

La directora dice enojada que mi papá prefiere andar en moto y carretear que verme en los actos del colegio bailando pascuense.

Me rio cuando la misma directora dice que tiene 28 años y me mandan al rincón de la fe.

Nos tenían terminantemente prohibido celebrar halloween y cuando iba a hacer una fiesta un compañero me acusó. Tuve que cancelar todo.

La profesora nos dice que José, el marido de la Virgen María, no era un hombre que anduviese en moto ni que fumara marihuana. Refuto diciendo que las motos no existían en esa época y me mandan al rincón de la fe de nuevo.

Nos quitaban el recreo para celebrar el mes de María y en una ocasión tuvimos que llevar un disfraz para pedir por la paz mundial. Fui disfrazado de las torres gemelas.

Pero lejos el momento más raro fue cuando se hicieron conocidas las gemelas Campos y mi profesora jefe encontró que eran el mejor ejemplo para darnos a entender lo que NO debían hacer las mujeres con su cuerpo. Habló diez minutos de las siliconas y después pasó uno por uno varias pelotas de calcetines viejos explicándonos que eso era lo que se ponían las mujeres para “deformar” su cuerpo a cambio de llamar la atención de los hombres.

A la larga no fueron estas cosas las que me provocaron una distancia hacia la iglesia católica. Fue el sentido de la culpa inculcada que no se justifica en ningún niño. Cuando me cambié a un colegio laico descubrí que no era necesario decir garabatos y después ir al rincón de la fe a pedir perdón; descubrí que no importaba lo que viera en la tele porque Dios tenía cosas más importantes que hacer que castigar a un cabro chico; también descubrí que las mujeres sí pueden jugar a la pelota y ponerse las siliconas que quieran sin tener que ser juzgadas por ninguna iglesia o persona.

Era tanta la culpa que sentí durante los primeros años de mi vida que la directora le dijo orgullosamente a mi mamá que iba camino al sacerdocio por todo lo que rezaba al día. Pero finalmente era eso: culpa.

Mi quiebre definitivo fue cuando en una publicidad que dieron por televisión la iglesia afirmaba que los hijos de padres separados eran más propensos a ser alcohólicos o a desarrollar problemas con drogas aseverando todo con gráficos y apelando a la familia “tradicional”. Eso me hizo entender que después de todo lo que había hecho y rezado, simplemente nunca sería aceptado de forma completa en la iglesia, o al menos eso pensó mi versión de 10 años, que hizo la primera comunión sólo porque me iban a comprar papas fritas con sabor a cibuolette.

Si bien mi colegio tuvo muchas cosas positivas que recuerdo con cariño, nada justifica el embutir un dogma completamente tergiversado a niños por miedo a que se enfrenten al mundo real de forma sincera, cometiendo errores, que a la larga es algo natural y que se llama madurar.