La comida más importante del día vive una eterna y desigual lucha contra un sistema opresor.
Por Pablo Acuña
La indignación, emoción compleja y de múltiples dimensiones, ocurre por muchos motivos. Interesante fue leer semanas atrás, en medio de las múltiples problemáticas que nuestro pequeño país decide discutir e indignarse cada tanto, al desayuno como protagonista. El problema en esta ocasión no fue su contenido nutritivo, sino el espacio en el cual esta costumbre humana chocó con las convenciones de esta perversa invención del mundo contemporáneo: la jornada laboral.
Es entendible la molestia. Todos vivimos en nuestros metros cuadrados y un desayuno ajeno por quienes deberían atender nuestros trámites es sin duda molesto e inapropiado. Sentirse agraviado, aunque algo exagerado, es posible de entender. Dicho eso, lo que no es excusable es restarse de una discusión más ampliada.
Las personas no desayunan en sus trabajos por opción o placer, y la evidencia anecdótica común de conocer individuos flojos no quita los motivos sistémicos por los cuales los humanos hemos sido reducidos a consumir tristes hallullas en escritorios.
En Chile la jornada laboral es de 45 horas. Según la OCDE, institución necesaria sólo para hacer más legítimas las siguientes declaraciones, somos el sexto país en que más horas se trabajan en un año, superados por Rusia, Grecia y México, entre otros. Sin embargo, la productividad nacional históricamente ha sido baja. Actualmente ocupamos el lugar 24 de los 38 miembros de la organización en el ranking correspondiente, y es común oír nuestra aparente flojera como motivo para no reducir la semana laboral. Tal argumento, perverso de una forma no muy distinta a culpar a las víctimas de cualquier tipo de abuso por su situación, suele omitir los motivos de la baja productividad, y aunque tecnócratas que no tienen tiempo para leer novelas hayan estudiado el problema en profundidad, nada resulta más claro que desayunos en horas que pertenecen a otros.
En Francia desde el 2000 la jornada laboral es de 35 horas. Previamente, desde el gobierno de Mitterrand, era de 39 horas. Otros países europeos tienen horarios no muy distintos, y su productividad es significativamente más alta que la nuestra. Dado que el mito de la superioridad europea es una indulgencia que no nos permitiremos, consideremos por un segundo el porqué los franceses con sus razonables jornadas producen más que nosotros, quienes en estas 45 horas buscamos el escapismo en cada segundo posible, atrapados en esa desesperante ilusión personal que es la experiencia del paso del tiempo.
Desayunar es una de mis cosas preferidas. Marca un buen inicio del día, y cuando tal desayuno no sólo es delicioso, sino también atractivo a los ojos, provoca una emoción no muy distinta a la de observar una pieza de arte y considerarla sólo linda, sin mayor análisis o el juicio informado de otros. Es un placer sencillo, accesible como experiencia a todos, no así en productos o tiempo, un ingrediente más en la cocina que también determina nuestros ritmos de satisfacción y digestión. Una persona que despierta temprano, prepara un desayuno para sus hijos, pasa todo el día en su trabajo y finalmente llega a su casa a las 8 de la tarde sencillamente no puede detenerse en las mañanas a reflexionar sobre su existencia acompañado de tostadas con palta y café.
Aunque existan 30 minutos para desayunar, la opresión de las horas monetizadas siempre está en el fondo, y consecuentemente es común alimentarse con la prisa de quienes no son dueños de su propio tiempo, sin el diálogo interno necesario para una óptima salud física y mental.
No siempre ha sido así. Contrario a la creencia común, las sociedades basadas en la caza y recolección tenían mucho más tiempo libre que hoy. Es sólo con la revolución industrial que la posibilidad de trabajar todo el año, algo sólo producto de liberar gran parte del trabajo de las estaciones del año y la luz natural, que los humanos comenzamos a medir nuestro trabajo en horas. El desayuno acompaña estos procesos. Desde el inicio de la agricultura y en la antigüedad, el desayuno ocupaba un espacio importante en la jornada. Los faraones, antes de enviar a sus súbditos a construir pirámides, servían cerveza, pan y cebollas. Homero escribe en la Ilíada sobre desayunar, y los romanos acompañaban sus desayunos de quesos, pan, nueces y vinos.
Es sólo en la edad media cuando comienza a juzgarse en occidente esta práctica. Tomás de Aquino consideraba el desayuno una manifestación de la gula, que fuese un pecado comer demasiado temprano, algo sólo permisible en niños, ancianos y enfermos. Los hombres en particular evitaban desayunar, considerándolo una manifestación de debilidad, sumando otra cosa más a la lista de cosas que los hombres hemos rechazado sólo para no parecer débiles. Sólo en los inicios de la modernidad retorna el desayuno como práctica común, libre del prejuicio de la iglesia, no así de clases sociales.
¿Es muy distinto la iglesia juzgando el desayunar a nosotros, en nuestros ponys morales, juzgando los hábitos de quienes deberían estar a nuestra disposición? La etimología de la palabra desayuno viene del prefijo des y ayunar. Consecuentemente, desayuno significa romper la ayuna, y tal organización idiomática implica en sí múltiples cosas, incluyendo su pasado religioso. Quizás antes de juzgar, actitud en la que también he sido cómplice, deberíamos tomar en cuenta las horas propias y lo que valen para otros. Bajo esa perspectiva, permitir el café y el sándwich ajeno no sólo es un acto de piedad, también se convierte en un necesario acto de histórica liberación.