Pía, 28 años, Santiago de Chile.
Advertencia de contenido: esta publicación contiene fragmentos que pueden ser sensibles para personas con trastornos alimenticios.
Fui diagnosticada con un trastorno de la conducta alimentaria (TCA) recién en la universidad, cuando tenía 22, pero desde que tengo memoria que mis amigas y yo hemos estado a dieta. Desde comer ensalada todos los días, pasando por el sirope y la dieta del té rojo. Es más, creo que toda mi vida he vivido contando las calorías o comiendo con culpa. Aunque llevo años en terapia y de a poco he podido retomar el control de las cosas, es como una mochila pesada que cargo y que comparto con pocas personas. También me he mantenido en un clóset siempre, porque no quiero que nadie me estigmatice y me trate como enferma. No, no me veo extremadamente delgada como en las películas, de hecho la gente se sorprende cuando les cuento por primera vez. Ese es otro estigma que hay sobre la gente con TCA.
Pero la historia es otra: cuando comenzó este año las cosas se agitaron un poco. En enero me cambié de trabajo y tenía que ir presencial. En el mismo edificio, cruzando miradas, paradójicamente a la hora del almuerzo, lo conocí a él. Y en menos de dos semanas, manteniendo la distancia, un día nos topamos (él dice que fue accidental, yo creo que no) en uno de los ascensores se acercó y me pidió mi Instagram. Se lo di nerviosa, tiritaba entera y esperé toda la tarde a que me agregara hasta que lo hizo.
Lo que sentí cuando me habló no lo sentía hace años, creo que por mucho tiempo pololeé con mi trastorno alimenticio y era algo en lo que pensaba todo el día: si como mucho al desayuno, ¿qué cosa hipocalórica puedo comer al almuerzo? o ¿Qué pasa si esta semana no como carbohidratos? Y gastaba horas de mi vida planificando todas las comidas de la semana. Además de ir al gimnasio casi todos los días, doblando la intensidad si un día me salía de mi cuidadosa agenda alimentaria.
Pero empezamos a intercambiar mensajes con él y en menos de un mes comenzamos a salir. Para mí el amor era una esquina que yo no visitaba hace mucho. Y la verdad es que estaba cómoda sola, porque cuando tienes una enfermedad así, es como si fuera tu pareja: te acuestas con ella por la noche y despiertas también con ella en la mañana. ‘¿Y si hoy hago ayuno intermitente?’, es a veces un saludo que te hace apenas despertamos.
Pero en la ecuación entró él y hace tanto no tenía química con alguien, y también me sentía mucho mejor, entonces por qué no darle una oportunidad. Ahora llevo casi medio año de relación, una relación muy bonita, en la que él -afortunadamente- me ha mostrado que mi cuerpo es mi amigo, que puedo sentir mucho placer físicamente, pero que también en el interior, puedo sentir mucho amor. Y sí, las primeras veces en que estuve sin ropa con él fueron aterradoras, y cada vez que él quería pedir 20 piezas de sushi yo prefería las que no tenían arroz. Hasta que tuvimos la conversación en la que le expliqué lo que me pasaba, creo que no lo podía mirar a los ojos cuando le dije, y me abrazó muy fuerte. Y me respondió ‘gracias por confiar en mí y contarme esto’. No me miró diferente, yo pensé que con esto iba a enterrar mi relación. Pero por el contrario, me amó mucho más, a mí y a mi parte vulnerable.
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Y a veces siento remordimiento por la cantidad de pizza que comemos los viernes por la noche, porque estoy tratando de no negarme a vivir esas experiencias, no me quiero privar de vivir como lo hace la mayoría de la gente (me imagino) sin contar gramos de carbohidratos, ni azúcares. Sigo en terapia, sigo enamorada, y no quiero decir que él ha sido sanador ni nada por el estilo, pero llegó a mi vida para recordarme que tenía un cuerpo que podía querer y que podía ser querido por otres. Que soy mucho más que mis fantasmas. Que no soy mi diagnóstico. Que también puedo soñar con, así como la tengo con él, tener una relación sana con la comida que me nutre.