Dicen que hace falta un «contexto» para tener suficiente memoria histórica. Ese «contexto» consiste en la idea de que hay víctimas y responsables en ambos lados de la trinchera. Y, si acaso asumen que ocurrieron «excesos», lo justifican con argumentos defensivos. Había un otro ahí afuera siendo una amenaza; había un otro que podía quitarte la tierra, quitarte la palabra, quitarte la identidad.

Inventaron un temor para poder justificar su «pronunciamiento» militar.

Ellos quisieron explicarse con el Libro Blanco, esos argumentos por encargo firmados por el escribidor Gonzalo Vial Correa. También lo intentaron con el Plan Z (ouch, cómo fuiste desmentido por la CIA). Asímismo, quisieron complacerse hablando de la escasez alimentaria; como si no hubiera habido acaparamiento de alimentos a propósito, como si las cosas no hubieran reaparecido mágicamente luego de que el golpe se llevase a cabo.

Si no era eso, se defendían hablando de la existencia de entrenamientos militares en Cuba (uf, si eso hubiera pasado así como dicen, habríamos tenido guerra civil hasta 1975). También podían recurrir al argumento de que la órbita comunista estaba metiendo mano en el gobierno de Salvador Allende (claro, éramos tan importantes). O incluso se atrevían a decir que la Unidad Popular estaba orillando al Estado de Chile hacia una dictadura autoritaria: primero, mira quién se convirtió en dictadura autoritaria; segundo, los países comunistas ya nos miraban lo suficientemente bastardos por el hecho de que Salvador Allende ganó por mayoría de votos en 1970.

Así, inventaron temores para justificar los toques de queda, los arrestos por sospecha, las torturas, las violaciones, los ratones en las vaginas, las arrancadas de uñas, los campos de concentración, las mutilaciones varias, las personas arrojadas al mar, las relegaciones, las migraciones forzadas, entre otros abusos más.

Hilaron paños blancos para fabricar las sábanas con las que disfrazaban los fantasmas de la represión. Esos fantasmas buscaban silenciar un derecho básico: el derecho a la palabra, el derecho a la controversia racional.

A día de hoy, continúan impostando un temor que pueda ser proporcional a las atrocidades que cometieron (o avalaron) después.

¿Se acuerdan de la invasión de Estados Unidos a Irak, a inicios de los dosmiles? El entonces presidente George W. Bush afirmaba la existencia de armas de destrucción masiva en la zona. Esa amenaza armamentista habría sido la razón por la cual Bush ordenó el ataque al país medioriental. Lo dijo y lo repitió ha el cansancio. Logró que la mayor parte de un país estuviera cuadrado detrás de él.

Sin embargo, esos argumentos fueron desmentidos por la comisión ad hoc de Naciones Unidas, liderada por el diplomático Hans Blix. Al final, no había tales armas de destrucción masiva. Los argumentos del gobierno de Estados Unidos fueron desmentidos y se creó un daño reputacional a la administración Bush, de la cual se dijo que se valió de triquiñuelas para poder persistir en sus aspiraciones bélicas.

¿A qué voy con esto? A que hubo un costoso error histórico en Chile.

Ellos inventaron un temor y nadie les reprochó el derecho a sentir temor. En consecuencia, el discurso oficial de las víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet (hola, Concertación) fue obsecuente con el temor que inventaron los victimarios y sus defensores. Ese discurso oficial se confinó a las víctimas de la dictadura en una simple condición de víctimas (objetivas) de un dolor (objetivo), provocados por victimarios (objetivos). Nada más.

Al hacer esto, el discurso oficial echó el abono de su propia descomposición.

No se le dio espacio suficiente a la memoria. No se tuvo suficiente entusiasmo para desacreditar los temores del otro, las fobias del otro. No se fueron a buscar las evidencias para desmentir al otro, para quitarle el prestigio por estar basando sus reivindicaciones en mentiras. No se generó una memoria respecto de las locuras de los defensores de la dictadura. Se les dejó creer en lo que quisieran creer.

Cometieron la irresponsabilidad de confinar la memoria histórica a una opinión. A algo así de ínfimo: a algo que se puede tener (como no se puede tener), a algo sobre lo cual se puede estar de acuerdo (como se puede estar en contra).

En lugar de haberse construido instancias masivas (televisión, medios, textos educativos, etcétera) para la memoria, el discurso oficial de las víctimas de la dictadura echó a competir dos memorias: la memoria de quienes fueron víctimas de tortura y la memoria de quienes se ven a sí mismas como víctimas de una amenaza inminente. Ahí ves de cuál lado te allegas más. Total, es una opinión.

Al enfocarse en quién es más víctima, redujeron las violaciones a los Derechos Humanos a una cuestión emocional. Y todas las cosas (objetivas) que pasaron durante la dictadura cívico-militar quedaron empatadas por otras cosas (subjetivas) a las cuales pusieron exactamente el mismo valor.

Este discurso oficial no tuvo en cuenta que, al estar confinado en los testimonios de las víctimas, solo podrían provocar conmiseración desde lo humano. Con suerte, conseguirían que el adversario empatizara con sus dolores. Así, lograron aprender que matar (o torturar o violar o exiliar) estaba mal, pero todavía siguen creyendo que eran justas las razones del «pronunciamiento» y siguen cuestionando los «excesos» de la izquierda en los años anteriores al golpe militar.

Con suerte, aprendieron a repetir discursos como el «nunca más» de Juan Emilio Cheyre: a estas alturas, esas palabras suenan a una burla del destino: ahí está Cheyre, hoy procesado en los casos Lejderman y Caravana de la Muerte, mientras cumplía órdenes del coronel Ariosto Lapostol en el regimiento Arica de La Serena.

Convertir la memoria en algo subjetivo devino en una memoria histórica diseñada para el empate político. Las consecuencias las estamos pagando ahora mismo. La polémica en torno al recién investido ministro de las Culturas, Mauricio Rojas, reactivó los discursos de trinchera: es que tu memoria no es la única, es que yo también tengo memoria.

Durante estos años, ninguna autoridad se encargó de poner en perspectiva las memorias colectivas. No hubo una política de Estado orientada a separar las memorias basadas en hechos ciertos (los hechos ocurridos durante la dictadura de Pinochet) y las memorias basadas en aprensiones imaginarias (las argucias de los apologistas o defensores relativos de la dictadura).

Hoy, estamos pagando las consecuencias de toda esa negligencia.