Que se acabe de una vez.

Por Pablo Acuña

Beber es una de mis actividades recreativas preferidas. La dicha de diluir lentamente preocupaciones y ansiedades es la primera forma socialmente aceptable de automedicación. Si bien existen distintas calidades, y existe una oferta para cada segmento, el acto en sí de beber es lo más democrático que hay.

En particular en Chile, donde bebemos una cantidad propia de estereotipo irlandés, beber es el primer paso para evaluar a otras personas, sospechando de quienes se atrevan a rechazar tal ritual común.

Este escenario, propio de una sociedad que claramente no tiene la necesaria inteligencia emocional para discutir qué le aqueja, contiene en sí una serie de situaciones problemáticas un poco más lejanas que las que atiende la salud pública. Independiente de cuanto disfrutemos beber y cuanta hermandad líquida inspire, aún nos miramos de forma extraña en el momento en que alguien, usualmente otro hombre, decide pedir uno de esos tragos coloridos y dulces con decoraciones propias de pastelería infantil. Es en el “trago de mina”, expresión arcaica que debiera erradicarse, donde hay una de las múltiples fallas tectónicas en el beber de nuestro país.

Aclaración necesaria; esta no es una crítica feminista a los tragos dulces. Tal perspectiva, aunque probablemente exista y sea sumamente interesante, sería presuntuosa e inapropiada de mi parte. Nada peor que alguien haciendo suyo algo que por definición le pide generosamente silencio y atención. Dicho eso, sí es posible explorar la fragilidad de quienes rechazan un trago solo por su color o perfil de sabor, como si todos no tuviesen el mismo objetivo; la liberación de los espíritus.

¿Que constituye un “trago de mina”? Además del prejuicio, el cual irónicamente es amargo, la categoría se define tanto una mezcla dulce y/o un trago frutal o bajo en calorías. Los mojitos, mai tais, daiquiris o cosmpolitans son la expresión común; con los martinis, vodka tónica y clavos oxidados en sus márgenes. Juzgar algo por lo dulce, además de traicionar una personalidad amargada, no se justifica desde una perspectiva evolutiva, donde nuestro cerebro responde al azúcar, elemento poco común en la naturaleza, de la misma forma que a las drogas controladas. Rechazar la fruta, una eventual causa de escorbuto, tampoco es explicable. Sólo queda ese elemento manifestado explícitamente en decir “mina”, y en la carga que la cultura popular ha puesto en algunos de estos cocktails, que es la femineidad.

Los hombres somos criaturas frágiles. El mundo está diseñado para nosotros tanto estética como funcionalmente, y aún así cada pequeño cambio nos intimida de una forma fundamental, como si la esencia de nuestro ser sucumbiese a las nuevas prácticas de otros individuos. Algunos, no pocos, responden a tales cambios con violencia privada y pública, situación cada vez más evidente ya que siempre estuvo ahí y sólo hemos decidido como sociedad comenzar a observarla hoy. Sin embargo, la violencia no es únicamente el acto de físicamente agredir a otros, y todas estas pequeñas agresiones idiomáticas perpetúan estereotipos que como sociedad debiésemos rápidamente abandonar. Consecuentemente, la noción de un “trago de mina” implica feminizar al otro, considerarlo un insulto y finalmente negar la posibilidad de disfrutar algo libremente. Nos lastimamos con palabras, y luego trágicamente no nos dejamos beber en paz.

Es posible que gran parte de la sociedad ya no ocupe la expresión “tragos de mina”. Especialmente en espacios cerrados, establecimientos donde la explosión gentrificadora expresada en este nuevo auge de la cocktelería poblado por individuos sobre educados y más cuidadosos en su uso del lenguaje que en sus prácticas personales, tal expresión probablemente ha sido erradicada por completo. Tal purga lingüística, algo que los estructuralistas considerarían casualmente el primer paso hacia la creación de una nueva forma de realidad, no implica un cambio de las actitudes y prejuicios previamente sostenidos. Es más, aún existen, ocultos bajo miradas extrañas y silencios incómodos. Ya no se dice que un trago es femenino, pero es común oír negarlo por completo como parte del espectro de la experiencia del alcohol, considerarlo un postre, un jugo, algo que no pertenece en los universos de adultos serios y consecuentemente amargados. Un trago real duele, constituyendo una teología del beber donde no hay liberación sin sufrimiento.

El sufrimiento es un concepto complicado. Existe un sinfín de expresiones de esta emoción en la experiencia masculina, la cual a pesar de su privilegio oculta también una cultura de agresión que no es sana. Hemingway, la manifestación humana de una publicidad de Zara sobre la masculinidad tradicional, bebía mojitos, martinis y vermouth “como mina”. Su rival, Fitzgerald, cuya obra es un comentario trágico sobre la experiencia distorsionada de pensar con un ojo cerrado a las 3 de la mañana, bebía whisky masculinamente. Ambos vivieron vidas trágicas, con fines tristes. Esta situación, mucho más profunda que lo que un trago dulce y colorido puede inspirar, sin embargo puede hacerse más llevadera con un trago. Otras personas, más capaces y empáticas, resolverán activamente estas problemáticas. Para otros, nosotros, quizás baste con defender otros espacios, tan pequeños como una copa de cocktail, y permitirnos los unos a los otros aceptar lo femenino en el resto y uno, así poder diluir tranquilos otros más grandes sufrimientos.