La marraqueta siempre estará ahí, pero puede y debe coexistir con el bagel que, aunque esté aquí gracias a la hegemonía cultural norteamericana, contiene en sí la historia de escapar de la persecución y luego enriquecer los territorios donde se asienta.

Por Pablo Acuña

Hace unos días vi en Instagram un bagel. Aunque inofensivo por sí sólo, curiosamente mi primera reacción fue de nacionalismo culinario, y al igual que el presidente y el Canciller mintiendo para justificar su xenofobia e ignorancia me oculté en la bandera de la marraqueta, la colina en la que decidí morir. Pensé en el bagel como un producto inferior, propio de territorios en los cuales no comen pan real, una aberración para quienes hemos crecido con migas livianas y cortezas crujientes.

La historia, manifestación del antisemitismo europeo histórico, sin embargo ilustra los viajes que el pueblo judío y todos los pueblos migrantes viven mientras van de lugar en lugar en búsqueda de un espacio seguro donde cocinar sus bagels.

El bagel es un pan de miga densa, en forma de anillo, no muy distinto en forma a una dona. Es primero hervido en agua para luego ser horneado, y puede ser rociado con semillas. Su origen parte con los asquenazíes, judíos que se establecieron en Europa central y oriental durante el galut, exilio en hebreo. En el siglo XVII, ya existían en las comunidades judías en Polonia, quienes llamaba al pan bajgiel, nombre derivado del yiddish beygal, a su vez una variación del dialecto germánico beugel, que significa anillo. Estas comunidades, al migrar a los Estados Unidos a comienzos del 1900, iniciaron el proceso de popularización e internacionalización del bagel, convirtiéndose en parte esencial del brunch, acompañándolo con queso crema, salmón ahumado y alcaparras, entre otras opciones.

De esta forma, el pan de una comunidad migrante se convirtió en parte esencial del segundo desayuno de un país de migrantes.

El bagel en nuestro país, sin embargo, no comparte su historia con el pueblo judío. Aunque los asquenazíes también migraron a Chile a comienzos del siglo pasado, asentándose primero en Valparaíso y luego el sur, no hay mayor registro del pan estableciéndose también aquí. Este flujo de migrantes fue restringido en 1932, durante el gobierno de Arturo Alessandri, quien limitó el ingreso de refugiados escapando del Shoah, palabra hebrea para el Holocausto. Pedro Aguirre Cerda levantó esta medida en 1938, pero producto de un escándalo por cobros ilegales de nuestra Cancillería para agilizar la internación de refugiados se estableció la prohibición del ingreso de personas judías a Chile, política nacional que sólo terminó en 1945.

Esta historia, aunque nos ayuda a recordar que nuestros gobiernos suelen fallar en estos temas, no explica la tentativa manifestación del bagel en Chile hoy, ya sea en cafés con brunch o en los Pronto Copec. Pareciera ser que la respuesta radica en la globalización y sus procesos de gentrificación, donde más que observar y aprender de la historia y viajes del pueblo asquenazí, hay una importación de la experiencia de vivir en Nueva York o Montreal, un simulacro más de películas y series que hemos visto y que inspiran un hambre por vivir en los mismos espacios y compartir las narrativas de éxitos y fracasos personales dramatizados. Esto no implica maldad, pero es prudente conocer la historia de los productos que ocasionalmente encontramos, y así no reaccionar desde el nacionalismo o la ignorancia, algo que, aunque tengamos buenas intenciones puede sin embargo ocurrirnos.

Existe un antiguo mito de origen religioso, el del judío errante, quién se burló de Jesús camino a la cruz y fue condenado a recorrer la tierra en penitencia hasta la segunda venida de Cristo. La historia, manifestación del antisemitismo europeo histórico, sin embargo ilustra los viajes que el pueblo judío y todos los pueblos migrantes viven mientras van de lugar en lugar en búsqueda de un espacio seguro donde cocinar sus bagels. Chile pudo no haber firmado el acuerdo migratorio, y la vergüenza de estos días tardará años en superar, pero podemos dar pequeños pasos en nuestras vidas personales para superar la oscuridad de estos tiempos, los que parten con identificar que podemos, inadvertidamente, caer también en el rechazo del otro aunque no creamos ser esa clase de persona. La marraqueta siempre estará ahí, pero puede y debe coexistir con el bagel que, aunque esté aquí gracias a la hegemonía cultural norteamericana, contiene en sí la historia de escapar de la persecución y luego enriquecer los territorios donde se asienta, una narrativa de la que necesitamos alimentarnos hoy.


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