Si hay algo que vino a tensionar la pandemia del coronavirus, fue esa supuesta libertad de elección para escoger nuevas y múltiples posibilidades de relacionamiento, ya que quedamos sujetos a un factor externo, a un virus cuya expresión máxima se ha manifestado en los períodos de fase uno que nos condujeron al desencuentro social, a la incomunicación directa con el mundo público. Aunque la línea que trazaba la división binaria entre lo público y lo privado también ha quedado difuminada.
Sin embargo, existen identidades en fase uno desde antes de la pandemia. Así lo pudimos observar a través de la lupa del Agente Topo, el documental que nos recordó cómo la vejez en nuestro país está especialmente abandonada, acercándonos mediante imágenes y vivencias concretas a la experiencia del abandono, que muchas veces resulta un concepto lejano, como la mayoría de los grandes conceptos utilizados para explicar el tejido social, pero que documentales como éste lo dotan de unos rostros determinados, volviendo el concepto en experiencia. Como doña Marta Olivares que esperaba el llamado de una madre que ya dejó de estar, y el día en que pudiera cruzar la puerta para retornar a un hogar que solo existe en sus recuerdos.
Y es que cuando se cierran las puertas de la experiencia socioafectiva, cuando la que invade es esa soledad ligada al abandono, la soledad temida por los ancianos del Agente Topo, incluso por sobre la muerte, según la percepción de la misma directora Maite Alberdi, se vuelve probable que la salida a eso sea la imaginación, que va desde proyectar experiencias no vividas, pero deseadas, pensar nuevos mundos o retornar a esos momentos en que experimentamos con alguien espacios en común que otorgan esa contención anhelada y ahora negada.
Así lo declara Nietzsche en una de sus cartas: “Me he sentido del todo dichoso cuando he encontrado o creído encontrar con alguien un pedazo o rinconcito en común. Mi memoria se halla sobrecargada con mil recuerdos vergonzosos de tales debilidades en momentos en que he soportado mal la soledad”.
Pero la experiencia del encierro también está presente en otras identidades estigmatizadas. Lo vemos en la realidad de las niñas y niños que están en el Sename. En entrevistas que leí de personas que pasaron por dicha institución, se observa el lamento por no tener cumpleaños ni celebraciones significativas más allá de las que realiza el personal. Es decir, no hay lugar para que emerja lo singular de cada persona, perdiéndose en la categoría de niñas y niños del Sename, que las y los ubica en la vereda de la otredad, como si fueran solo del Sename y no de la sociedad.
Eso, a la vez, desencadena el dolor por no tener a alguien que los apoye, como confiesa entre lágrimas Julia, una de sus sobrevivientes, relegándolos a una soledad áspera y profunda, con ausencia de ternura a causa del no reconocimiento de ellos como sujetos, como humanos, pasando a ser tratados muchas veces como menos que humanos o no tomados en cuenta, lo que conforma el mundo de lo inhabitado según la filósofa Judith Butler, caracterizado por vidas inviables, prescindibles y no merecedoras de duelo, tal como quedaron relegadas las personas fallecidas por Covid al no contar con la posibilidad de ser despedidas por sus familiares y cercanos.
TE PODRÍA INTERESAR: La soledad: la pandemia para la que no hay vacuna
También lo escucho en los relatos de algunas mujeres trans, donde se hace presente la idea de aislarse para no ser discriminadas; donde tienen que repensar lo cotidiano porque no hay un contexto dado para ellas, lo que se traduce en el cuestionamiento sobre a qué baño entrar, hasta si comentar o no su identidad de género cuando conocen a alguien; donde están presente los encuentros imposibles al no ser incorporadas en la narrativa del amor. El deseo puesto en jaque.
De esta manera, se observa una tríada que podríamos denominar pandémica por la forma de estar en el mundo entre el aislamiento, el planteamiento constante de lo cotidiano y los encuentros imposibles a partir de un virus. El problema es cuando tu identidad y tu posición social son las leídas como virus.
Ante tales experiencias, resultaría cruel llegar con el discurso introspectivo que viene a responsabilizar al yo individual de toda su realidad. De hecho, antes de la pandemia, cuando planteaba estos temas, algunas personas, en posiciones más hegemónicas, escuchaban con cierto distanciamiento y difícilmente, entendían de lo que les hablaba. Por el contrario, muchas salían con toda esa vaina del hay que amarse más, como si los problemas mencionados se debieran a un problema de autoestima antes que estructural. A algunas de ellas la pandemia las pilló solteras. Al tercer mes del primer encierro me llamaban llorando diciendo que no podían lidiar con esta soledad radical, y sin muchas posibilidades de salir de ahí.
En parte, la pandemia vino a validar la experiencia de los marginados, a través de la democratización de los estados solitarios, o las soledades, porque todas y todos pudimos ser testigos del carácter no accidental en el desajuste entre las proyecciones individuales y la acción social a partir de un tema estructural, en este caso el Covid.
Eso sí, para muchos solo se tratará de estados de soledad, mientras que para otros es una vida en soledad. Como se menciona en una escena de la serie Pose que retrata la realidad de mujeres trans en el Nueva York de los años 80. En esta escena, una de las protagonistas se va unos días con sus amigas a la lujosa casa de playa de uno de sus clientes sexuales, quien accedió a prestar el inmueble con el requisito de que lo tuvieran amarrado dentro de una jaula en una habitación completamente aislada, ya que ese era uno de sus máximos fetiches. En un momento en que la protagonista le pregunta si se daba cuenta de lo lujosa que era su vida, él le dice que sí, que sí se daba cuenta de lo linda que era la casa, para ella responderle que no se trataba de la casa, sino del lujo de elegir la soledad porque, para algunas personas, eso no es opcional.