Ilustración por  @ch.cea

En 2018, la ex Primer Ministra británica Theresa May definió la soledad como “la triste realidad de la vida moderna”. En ese mismo país se implementó el primer Ministerio de la Soledad. Una iniciativa que se repitió este año en Japón, donde la cifras por suicidio en octubre de 2020, superaron a las de Covid. Pero, este tema: ¿Debería ser un asunto estatal? ¿O es algo que se resuelve en el ámbito privado?

El dolor social, que es como algunos expertos denominan a lo que padecen las personas expuestas a una soledad prolongada, efectivamente es tan fulminante como lo podría ser la diabetes o el cáncer. Aparecen trastornos psicológicos como la depresión y el estrés,  problemas inmunológicos y físicos como fallas cardiacas, otros cognitivos y del comportamiento como la pérdida de la memoria y las adicciones. Las muertes por soledad duplicarían a las asociadas por obesidad e igualarían a las de una persona que fuma un paquete de cigarrillos al día, según cifras de la Universidad Brigham Young. Britney no estaba equivocada cuando cantó “My loneliness is killing me”. Porque sí, la soledad mata.

Lo más aterrador es pensar que la vida no termina cuando el suicida ejecuta su propia muerte, sino que termina mucho antes incluso de la decisión, cuando se esfuma su deseo de vivir. ¿Por qué no basta con acudir donde un especialista o tomar una pastilla que nos de un empujón de serotonina? La respuesta no está escrita en primera persona. No podemos seguir mirando a la soledad como un problema individual, sino como una crisis colectiva. De salud pública. Los humanos, que biológicamente estamos diseñados para estar conectados, estamos viviendo bajo un nocivo sistema que promueve la desconfianza en el otrx y donde el tejido social no existe. Básicamente, abrimos la llave del gas y nos echamos a dormir.

Existe una historia real, pero parece sacada de cuentos: en Roseto, un pueblo de Pensilvania, la gente no se enfermaba, mucho menos se suicidaba. Este lugar nació como un asentamiento de migrantes italianos y algunos expertos, por décadas, lo llamaron la fuente de la juventud. Stewart Wolf, jefe del departamento de medicina de la Universidad de Oklahoma, se obsesionó con este lugar en los 60 ‘s.

Sus ciudadanos y ciudadanas eran saludables. La tasa de mortalidad por ataques cardíacos, por ejemplo, con suerte alcanzaba a la mitad en comparación a la de sus pueblos vecinos. No había ninguna explicación. Consumían la misma agua, respiraban el mismo aire y se dedicaban a trabajos muy parecidos. ¿Había algo en la dieta italiana que estuviera lleno de antioxidantes?, se preguntaban los especialistas en 1962. Es más, la mayoría de los rosetanos y rosetanas fumaba cigarrillos sin filtros, comían embutidos en exceso y tomaban vino.

Tras años de tener a esta comunidad en la mira, la respuesta apareció y no estaba en la dieta, sino en cómo se construían y entendían como grupo. Al ser una comunidad migrante, donde el idioma y las tradiciones muchas veces los separaba del resto, también los unía. Efectivamente funcionaban como una cohesionada comunidad. Los habitantes de Roseto no obtenían su longevidad por un mágico aceite de oliva, sino que eran alimentados por el acto de compartir. Sus vidas giraban en torno a sus redes humanas. Cotidianamente entre ellos buscaban apoyo y sin ningún pudor dependían de los demás. Entre las familias cuidaban de los hijos de sus vecinos, organizaban grandes comidas los fines de semana donde estaban todos invitados, vivían muy cerca los unos de los otros y confiaban mucho entre ellos.

Recién en 1971, dos años después de la creación del internet, murió el primer hombre menor de 45 por un ataque al corazón en Roseto.

Hacia los 90 ‘s, los investigadores volvieron a la villa y constataron una cosa terrible: Los habitantes de Roseto se habían americanizado. Con la mayoría de las nuevas generaciones abandonando el lugar para estudiar en otros estados, las familias se debilitaron, los amigos se alejaron porque la mayoría buscó trabajos más rentables en otras ciudades, los nuevos vecinos apenas saludaban a sus antiguos habitantes y las características de la vida moderna de las que habló Theresa May en 2018 se instalaron como la norma en la ciudad. Los rosetanos y rosetanas empezaron a experimentar dolor social. Las tasas de enfermedad de Roseto para antes del 2000 eran las mismas que las del resto de Pensilvania. La soledad llegó y con ella trajo el resto de sus males.

En nuestro país el dolor social y la deuda con la salud mental son el resultado de históricas grietas que ningún gobierno se ha preocupado por sanar. Esos orificios sin reparación nos siguen dividiendo y apartando, y adentro de esos vacíos, se forma un caldo de cultivo para la soledad y todo lo que eso acarrea.  Por ahora, ¿de quién es la responsabilidad de suturar las heridas, por largo que sea el procedimiento? Todo este tiempo los gobiernos de turno echan povidona, y algunas veces, han intentado poner fallidamente parches curita, sin muchos resultados. El dolor social sigue cobrando víctimas y es una pandemia de la que hace rato vemos sus consecuencias.