Esta búsqueda de “acuerdos nacionales” y “consenso” es un camino de ida hacia tirar la democracia a la mierda. Te podrás ir haciendo la idea de a quienes se les ocurrió que discutir, que no estar de acuerdo, es “peligroso”.
Hace una semana, al inicio de su cuenta pública, el presidente Sebastián Piñera insistió en reivindicar la entidad de los acuerdos nacionales, a la vez que se dispuso como promotor de lo que él llama una “segunda transición”.
¿Por qué sucede esto? Especulemos. En su imaginación, quizá Piñera quiera ser accountable y esté empecinado en mostrar evidencia de avances políticos concretos. A lo mejor, le incomoda la actual sequía legislativa y aspira a tener proyectos que puedan pasar de forma expedita, a pesar de que su sector político se encuentre en minoría en el Congreso. Para eso, necesita (perdónenme el cliché) aunar esfuerzos.
Sin embargo, la obsesión de Piñera por la eficacia lo lleva a un solucionismo autoritario. Llama a cierta “unidad nacional”, basada en la descalificación del disenso y en la dignidad del adversario.
Se trata de un solucionismo que acusa de antemano al adversario de entorpecer la solución. Dicho de otro modo, si no estás ayudando, estás estorbando. Y la oposición queda acusada de antemano como alguien que estorba, porque la discrepancia estorba.
De paso, Piñera descalifica el actuar de la actual oposición por la actitud que tuvo mientras estuvo en el gobierno, acusando “el peligro de los intentos refundacionales, de la voluntad de partir de cero, de la lógica de la retroexcavadora, que no entienden que los países progresan con el aporte de todos”.
Grave acusación la del presidente.
“Los países progresan con el aporte de todos”: esa frase expulsa la condición adversaria de la política y desactiva la disputa de diferentes ideologías por el poder. Bajo ese supuesto, solo existiría un discurso único, un curso lineal que solo se puede modificar de forma (digamos) natural, bajo los caprichos de un “todos”; de una unanimidad sobre una mayoría electoral.
De esta forma, el discurso de la “unidad nacional” se levanta como una carpa en la cual de adentro para afuera se busca acoger la diversidad ideológica, pero de afuera para adentro se vuelve una ratonera que silencia al adversario.
Eso es puro discurso corporativista.
Ahora bien, ¿Qué significa “corporativismo”?
El corporativismo es una ideología que concibe una gestión de las instituciones a través de la armonía y el bien común. Se trata de una ideología fuertemente modelada por las encíclicas papales Rerum Novarum (León XIII; 1891) y Quadragesimo Anno (Pio XI; 1931), las cuales buscaban dar una salida católica a la lucha de clases entre patrones y trabajadores: era la forma como la iglesia buscaba darle una salida convincente al advenimiento del socialismo.
Como indica Rerum Novarum, “los cargos en las asociaciones se otorgarán en conformidad con los intereses comunes, de tal modo que la disparidad de criterios no reste unanimidad a las resoluciones”. La búsqueda de dicha unanimidad deriva en una forma de política en la cual los conflictos se suspenden, pues resultan inconvenientes. Por lo tanto, el concepto de mayorías es relativizado por el de “bien común”.
Si a uno le molesta, no se hace o se trata de acomodar para que a todos les guste.
Hacia 1932, como señala la historiadora Teresa Pereira en El Partido Conservador chileno (1930-1965), ya los experimentos corporativos (es decir, los proyectos fascistas que sucedían en Europa por entonces) son seguidos con interés [óp. cit.; 120]. Los falangistas, en sus inicios, se encariñaron con estas ideas hasta que conocieron a Jacques Maritain y abrazaron la democracia liberal y la economía social de mercado (como lo explica Sofía Correa Sutil).
Décadas más tarde, un joven político a inicios de los años 1970 empezaría a propugnar una amalgama política entre corporativismo cívico y neoliberalismo económico. Sí. Ese joven era el mismísimo Jaime Guzmán. Ese joven fue figura influyente del andamiaje institucional de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. Esta influencia se concretiza en los resultados de la Constitución de 1980.
A través de su noción de bien común, Guzmán plantea el principio de “Estado subsidiario”. Ese concepto procura que las asociaciones civiles y los grupos intermedios tengan la preferencia a la hora de suplir las cuestiones que debería proporcionar de suyo un Estado (de ahí, la noción de subsidiariedad). ¿Las enfermedades catastróficas son un tema apremiante? Hagamos una fundación y que sea la fundación la que fije la norma en el cuidado de la enfermedad. ¿La educación necesita que un grupo social se sienta parte de la comunidad? Hagamos nuestra propia escuela.
El concepto de diversidad que este corporativismo guzmaniano propone, se basa (obvio) en el no conflicto y también se basa en generar una balcanización: que el territorio se termine dividiendo en cuantas unidades de sujetos semejantes sea posible.
La diversidad está en las entidades (que haya diferentes gremios para una sola profesión, que haya diferentes escuelas para un solo barrio), pero no en las personas: la diversidad no radica en una persona por sí misma, sino que la pertenencia a un grupo la encorseta y la clasifica. Ahí hay una huella del corporativismo en nuestra idiosincrasia.
Con esto, se disuelve la facultad del Estado de poder tomar determinaciones reglamentarias en diferentes áreas. ¿Por qué el Estado no puede permitir que el aborto pueda ser accesible en cualquier centro hospitalario? Porque eso genera un conflicto (con las iglesias, con los propietarios afines a las iglesias) y hay que permitirles a ellos no sentirse ofendidos. ¿Por qué el Estado no puede generar planes universales de educación sexual? Porque eso genera un conflicto (con las iglesias, nuevamente; con los sostenedores con alguna confesionalidad) y hay que permitirles a ellos no sentirse ofendidos.
En estas condiciones, nuestro Estado no puede tomar definiciones exhaustivas, porque el Estado guzmaniano está concebido para evitar el conflicto y buscar esa entelequia del “bien común”. Hagamos conflictos, pero sin que provoquen crispación.
De ahí, que surjan microagresiones derivadas del corporativismo. Uno clásico, que las protestas estén obligadas a ser amables: “¡Ay, mijita, para qué protestan con las pechugas al aire!”, “¡no hay para qué ponerse graves con la cuestión!”. Otro clásico, que la controversia esté obligada (?) a ser presentada de forma lineal, es decir, como si hubiera un camino, una trayectoria de un supuesto sentido común (sic) que hay que respetar y no encarar de manera confrontacional: “Por qué se quejan tanto!”, “¡No sean tan prepotentes!”.
Y es hora de decir basta.
El país no va a progresar menos por que las mayorías quieran algo a una velocidad más rápida que la unanimidad. Que un presidente se sienta en la obligación de levantar “acuerdos nacionales” para tener una vía rápida para la aprobación de leyes es éticamente cuestionable y moralmente reprochable: esa voluntad busca silenciar el disenso y pretende clausurar la discrepancia.
En rigor, eso fue la “primera” transición, la de Patricio Aylwin: una época de tibios cambios políticos basados en la unanimidad, en donde el disenso estuvo silenciado. Tres ejemplos: (1) el sistema binominal estuvo hecho para expulsar del debate al Partido Comunista y a otros movimientos progresistas fuera de la Concertación; (2) el mismo sistema binominal sobrerrepresentó (al menos en las elecciones de 1989, 1993 y 1997) a la derecha con los suficientes diputados para poder hacer contrapeso en el cuórum; (3) los senadores institucionales (hermosura que dejó el corporativismo en el Congreso Nacional: regalarnos unos “virtuosos” que no fueran votados por nadie) distorsionaban el alineamiento ideológico de la poca mayoría electoral que podía plasmarse en el Senado.
Por ello, la única forma que una democracia se asegure a sí misma es permitiendo que existan ganadores y perdedores nítidos en sus procesos de controversia. Pretender la «unidad nacional» resulta conservador: los cambios siempre estarán a merced de quien sea más conservador, puesto que él determinará cuánto se puede tolerar. Asimismo, la «unidad nacional» resulta fascista: actuar como desafiante de aquel sentimiento de unidad lleva el riesgo de ser sancionado con la expulsión de la controversia.
Abrir la democracia implica clausurar el corporativismo y sus microagresiones.