Especulando, la ciencia ficción consiste en llevar al límite, en un movimiento de escalada (ascendiente o descendiente), la actualidad científica y tecnológica de los territorios y de los individuos.
Pensemos en Matrix. Tomando en cuenta una sociedad de control, tal como ha sido tematizada por diversos sociólogos y filósofos contemporáneos, una sociedad modulada (y modelada) por múltiples y diversos mecanismos científico-tecnológicos, aplicados en las coordenadas de variados campos de saber -sean éstos políticos, policiales, biomédicos, jurídicos o económicos- que establecen en los espacios urbanos matrices fijas de relaciones, en las que el individuo tiene la función de vector de una matriz energética -pues en las urbes la fuerza, la energía, la intensidad, o como queramos llamarla, circulan-, y por ende de intensificación y vitalización de la matriz.
Pues bien, si tomamos en cuenta todos estos vaivenes y mecanismos, todas estas zonas de aplicación del control, y los llevamos al límite de sus posibilidades, tenemos un organismo viviente, que no es ya natural ni original, sino más bien artificial e inteligente, que controla hasta lo más ínfimo de nuestras vidas al adormecernos en la mera función productiva (ya no de dinero, o fuerza de trabajo, sino de energía), para hacernos la batería que Morpheus muestra a Neo cuando acaba de ser despertado, con ese fondo blanco en el cual todo puede llegar a ser (armas, comida, edificios, restaurantes, empresas, personas, cuerpos, deseos, placeres) aunque todo sea irreal, aunque todo sea un sueño. Quizás si pudieras ver, así de golpe, la realidad, vomitarías como un débil Mr. Anderson, recién despertado de un prolongado sueño. La realidad parece exigir que nos habituemos al shock.
Además, la ciencia ficción se alimenta, para poder llevar al límite las posibilidades tecnocientíficas actuales, de ciencias como la física, la matemática, la biología, la química o la astronomía, que van configurando en sus investigaciones nuevas matrices de saber. ¿Qué sería de Arthur C. Clarke sin la relatividad general de Einstein, sin la constante de Hubble, o sin la teoría del Big Bang? ¿Y qué sería de 2001: Space Oddysey sin el ojo fotográfico de Kubrick, ojeando las páginas de Arthur C. Clarke? En este sentido, el caso de Interstellar me parece de una curiosa singularidad.
Superficies topológicas, pliegues, espaciotemporalidad flexible y multidimensional, son algunos ingredientes que Nolan decidió poner sobre su mesa de trabajo. Con ellos pudo idear el modo de hacernos ver lo que, hasta el momento, reposaba más allá de lo imaginable.
El universo absoluto newtoniano, así como el plano cartesiano, están hace tiempo obsoletos, cuando de nuestra realidad cósmica se trata.
Tal como en la trilogía de Batman vemos la ambición de Nolan por resolver mecánicamente, por ejemplo, el volcamiento de un camión, o la demolición de un hospital, algo que suele ser resuelto a través de efectos visuales digitales, en Interstellar vemos la ambición de Nolan desplazada hacia la precisión científica, afinada por los aportes del físico teórico y productor ejecutivo Kip Thorne, para actualizar nuestra propia concepción de los acontecimientos cósmicos. Esto debería traer consigo preguntas radicales, que cuestionen la ideas que hacen de nuestro espacio-tiempo algo fijo y aparentemente inmóvil, ya que si el cosmos es tan vasto en pliegues y movimientos, ¿por qué nuestro caso sería distinto? El universo absoluto newtoniano, así como el plano cartesiano, están hace tiempo obsoletos, cuando de nuestra realidad cósmica se trata.
Con esto no pretendo elogiar a Nolan, sino poner la mirada sobre lo que en Interstellar se está poniendo en juego, que creo desborda las coordenadas cinematográficas a las que estamos habituados. Si pudiéramos viajar por la Vía Láctea, y nos encontráramos un agujero negro.
¿cómo lo veríamos? ¿Qué veríamos? ¿Veríamos siquiera algo? ¿Veríamos la boca de un largo tubo, a cuyo interior nos dirigiríamos, para pasar de un punto a otro de la galaxia? Debo recordar que esta pregunta no tiene respuesta científica. Cálculos y años de investigación comprueban la existencia de agujeros negros, como es el caso del trabajo de Andrea Chez, quien ha descubierto que en el centro de nuestra galaxia un agujero negro orquesta la coreografía de los diversos astros; pero cómo es que éste sería percibido si, de frente, deambulando por el cosmos, lo viéramos, es algo que debe resolverse fuera de los marcos rígidos de las precisiones científicas.
Una mirada cinematográfica, una mirada digital, y una mirada científica forman un prodigioso triángulo que acercará la experiencia del viaje interestelar a nuestras expectantes realidades
El cruce de tres miradas, de tres modos de visibilización, es lo requerido para que en Interstellar se pueda poner ante nuestra vista ese enigmático acontecimiento que sería la percepción de un agujero negro. Dentro de un vasto equipo de trabajo, propongo que hay tres mirada que confluyen para esa magnífica escena: la de Nolan, por supuesto, la de Paul Franklin, encargado de los efectos visuales, y la de Kip Thorne, al que ya he mencionado. Una mirada cinematográfica, una mirada digital, y una mirada científica forman un prodigioso triángulo que acercará la experiencia del viaje interestelar a nuestras expectantes realidades.
Como se ve, remitirse a una teoría, como suele hacer la ciencia ficción, para poder mostrar ese futuro límite, cobra aquí nuevo sentido. Ya que lo que el espectador ve en la pantalla no se agota en el criterio del director, o en la teoría del físico, o en la destreza de los efectos visuales, más bien se resuelve, como he dicho, en la intersección entre tres formas de ver, entre tres miradas. ¿El resultado? Esa enigmática y sutil esfera transparente, que no es más que la percepción, de frente, del espacio-tiempo plegado, nueva posibilidad de representarse la percepción de un agujero negro, no sólo para nosotros los espectadores, sino también para los físicos. No exagero, lo que esta película ha abierto es una nueva forma de representarse un fenómeno cósmico. El jovial Einstein bajo tierra baila.
Pues el problema de nuestro saber y de los mecanismos tecnocientíficos que lo apoyan es que hace de nuestra realidad algo imposible de pensar. Me refiero a que tras el Big Bang y tras los agujeros negros se encuentra lo impensable, el afuera absoluto, lo que el pensamiento humano no puede contener. El cine ofrece la posibilidad de visualizar esas imposibilidades, pero se requiere la curiosidad y la ambición de Nolan para hacerlo, ya no llevando la actualidad hasta su más extremo límite -como en lo que ya podemos comenzar a llamar ciencia ficción clásica-, sino poniendo en la pantalla lo que incluso para la ciencia es impensable. Esto no es sólo una nueva manera de hacer cine, es también un quiebre en los modos de representarse la experiencia de las odiseas espaciales a través del atajo espaciotemporal que es un wormhole. Cabe preguntarse qué ocurrirá con el género después de esta película.
Decenas de otras precisiones podrán ir siendo desenredadas en la superficie que es la pantalla, si alguno se da el tiempo de ver Interstellar. Si sus expectativas se inclinan hacia disparos de rayos láser, batallas espaciales con seres a medio camino entre los anfibios y los humanos, con personajes intergalácticos que usan técnicas orientales de este pedazo de cosmos que es la Tierra, para atraer hacia sí sus sonoras espadas luminosas (el viejo antropocentrismo a lo Georges Lucas), no vaya a ver Interstellar.
Tal como ocurrió con Kubrick y su 2001: Space Odyssey, cuyo enrevesado contenido metafísico y utópico, mezclado con la física y la filosofía, nos introduce en el enigma de nuestra propia existencia, Interstellar nos tomará años de pestañeos y enfoques ópticos. Son las películas que me gustan, las que dejan en mí la sensación subterránea de que lo impensable es mi propia realidad.
Una indicación más. Por el gran vacío cósmico deambula Cooper (Matthew McConaughey) con una promesa, ese gancho humano que funcionará como un gran magneto gravitacional hacia el contacto con su hija desde diversas espaciotemporalidades. Me parece un problema apasionante: la relación entre, por un lado, la paradigmática visualización de los fenómenos cósmicos basados en la física teórica, y por otro lado, la experiencia, tan humana, de un sentimiento como el amor o la promesa, que a pesar de la infinita variabilidad espaciotemporal de esos fenómenos cósmicos, se mantiene invariable; me parece que el encuentro entre estos dos niveles de acontecimientos, macrocósmicos y microcósmicos, el constante juego de verdades que dicha relación pone en juego a lo largo de la película, es digno de ser considerado en el repertorio de nuestra actual capacidad de preguntarnos por nosotros mismos.
Interstellar no se queda en el cine.
En fin, creo que ha ocurrido un desplazamiento dentro de ese género que llamamos ciencia ficción, o más precisamente, en el modo de representarnos una odisea cósmica, que va desde el intento de representarnos un futuro que lleva hasta el límite nuestra actualidad tecnocientífica, hacia la posibilidad de representarnos aquello que debemos asumir como impensable. La odisea que Nolan propone, si bien ocurre en nuestro futuro espaciotemporal, no puede localizarse ahí. No tiene lugar, pues hasta la física cuántica reconoce que hay un telón de fondo, tras el cual está el afuera absoluto, del que nada sabemos. Celebro el modo en que Nolan lleva esta imposibilidad a la pantalla, pues su imaginación no galopa a rienda suelta, sino que busca ser coaccionada por nuestros propios límites intelectuales, para así permitirse transgredirlos. Nos hace un favor, ya que ataca un complejo más profundo que el de Edipo: aquél que nos hace asumir, sin más, que vivimos en un mismo espacio, y recorremos el mismo tiempo. En el cruce entre la mirada digital, la científica y la cinematográfica, salta por las nubes nuestro complejo espacio-tiempo.
Texto por Emilio Ortiz