Al igual que Morrisey tocó la fibra sensible de la clase obrera inglesa, el divo de Juárez quebró para siempre la heteronormatividad del pop latino. No por nada Moz es considerado “la versión inglesa de Juan Gabriel”
por J.C. Ramírez Figueroa
En las profundidades de los 90, cuando Iván Valenzuela era el melómano oficial, los metaleros encontraban “poser” a Metallica y Alberto Fuguet escribía heteronormativamente, Juan Gabriel era una rareza, un misterio, un fenómeno sorprendente. Su debut el 15 de febrero en Viña 96 (a las 12:30 de la noche) la rompió en el rating y superó las dos horas y media.
Pero eso era lo de menos: su look, tan alejado de la belleza teen idol de Luis Miguel; sus movimientos a lo New York Dolls; su repertorio, que habíamos escuchado interpretados por otros en colectivos, supermercados, micros. Todo era excesivo y novedoso.
Mientras los millennials -que ahora lo lloran por twitter- veían Dragon Ball o Sailor Moon, nosotros nos tomábamos en serio a Pulp, Pearl Jam, Portishead que, si lo pensamos bien, son igual de sentimentales, pero con frialdad anglosajona.
Quizá la excepción es Morrissey que, no por casualidad, es adorado por los hijos de esos cuates que emigraron a Los Angeles. Gustavo Arellano, editor de OC Weekly, lo plantea así: “¿Qué tiene Morrisey que atrae tanto al público latino? Debe ser que su música tiene ecos en la música mexicana, en especial de la ranchera. Su falsete tembloroso recuerda a la triste voz de Pedro Infante, mientras su femenina presencia en el escenario lo convierte en una versión inglesa de Juan Gabriel”.
Sólo alguien que conecta con la forma en que los latinos procesamos los sentimientos, es capaz de hechizar hasta al más rudo y homofóbico de los machotes mexicanos. Hay escenas de cuates bigotudos y bien hetero llorando a moco tendido con “Querida” o “Hasta qué te conocí”.
Cito al periodista y escritor mexicano Carlos Monsiváis, que lo describe de manera sublime: “Juan Gabriel es esa flor silvestre en el potrero, esa flor amarilla en los cerros cuando llueve, arraigada con fuerza en la tierra, entremedio de las piedras gordas y filudas, flor que sonríe frente a todo, rebelde no por el tamaño de su raíz, sino por la más pura convicción de trascender en el cariño, en el hablar pausadito, en el saludar pasando la manito por la espalda, en el ser esa señora que es nuestra madre sentida por no haberla llamado en varios días, pero pese a ello sacando de la cocina el postre más rico que encontró en la panadería del barrio”.
¡Exacto! Juan Gabriel es la tía querendona, la idishe mame judía, la mamá que te hace sentir culpable pero te quiere igual. Las canciones que conocemos están en una zona ajena a la calentura reggaetonera, la frialdad de las baladas contemporáneas o el cinismo del rock/pop. Su forma de componer e interpretar no viene de un molde definido. O más bien, toma de todos lados, desde Pedro Infante a Creedence y lo hace algo nuevo.
A lo que voy es que la muerte de el divo de Juárez puede verse como la coronación del fin de los géneros musicales en latinoamérica. Si en los 90 el cancionero romántico era propiedad de las mamás (o desde una lectura clasista, de las asesoras de hogar); ahora es escuchado transversalmente y desde otro lugar que de esas fiestas kitsch, donde Pollo Fuentes o Cecilia cantaban muy en serio, frente a una audiencia que contenía a duras penas el sarcasmo, la risa y el arribismo.
Vivimos tiempos donde volvemos a salir a la calle con Ingress o Pokemon Go, donde la ciudad se hace más chica con Uber y los expertos en pop desaparecieron gracias a Spotify. En ese contexto Juan Gabriel puede ser escuchado/visto sin mediadores, sin bromas, y sin distancias.
¡Salud!