Pareciera ser que existe un diseño mayor, oculto bajo códigos de descuento, donde no sólo hablar con otras personas es opcional, sino que podemos nunca más salir de nuestros hogares, sucumbiendo a un eterno feriado y la sensación de resaca que suele ser la motivación para pedir estas cosas.

Por Pablo Acuña

Para alguien que vive en tiempos hiperconectados, solía detestar hablar por teléfono. Consecuentemente, pedir comida a domicilio, algo común durante el boom del fonosandwich, me resultaba incómodo al punto de ser paralizante. Estoy exagerando, claro, pero es curioso notar que nuestras interacciones con otros humanos, mediadas en formas tan exageradas que califican ocasionalmente como deshonestidad, deben ser absolutamente honestas al momento de pedir comida, y no hay peor vergüenza que decir en voz alta lo que uno quiere, sintiendo esa culpa tan católica que insiste en permanecer en nuestras vidas a pesar de que ya no transmitan el Te Deum.

La solución a este problema de honestidad, en su momento, pareció estar en la tecnología. Domino’s, posiblemente la única cadena de comida rápida que hace una pizza aceptable, permite diseñar tu pedido y pagar en su misma app, así sólo queda abrir tu puerta, recibir una caja y decir hola por cortesía. Para ser la cadena que en 1966 inventó la caja de pizza que conocemos hoy, su avance en la normalización de los malos modales en pos de la comodidad es un aporte significativo a resolver el problema planteado.

Marx, cuando consideraba esta problemática, probablemente no pensaba en la precarización laboral de quienes reparten Burger King, y aún así la democratización de este fenómeno es reveladora.

Recientemente, Concepción pareció llenarse de repartidores de servicios de comida. Los vemos en sus bicicletas, sólo identificables por las cajas térmicas que llevan detrás. Súbitamente, se volvió posible no tener que hablar por teléfono honestamente al momento de pedir comida, reemplazando al intermediario humano por la falsa amabilidad de las apps. Hay múltiples argumentos a favor de la conveniencia de esto.

Las experiencias humanas son individuales y todo juicio es anecdótico, pero pareciera ser que existe un diseño mayor, oculto bajo códigos de descuento, donde no sólo hablar con otras personas es opcional, sino que podemos nunca más salir de nuestros hogares, sucumbiendo a un eterno feriado y la sensación de resaca que suele ser la motivación para pedir estas cosas.

Existe una visión romántica respecto a comer fuera. Más allá de interactuar con el exterior y recibir el sol en la piel, está la sensación de comunidad, de sentido compartido, de descifrar los deseos propios y que se manifiesten en platos complejos o sólo completos. Sentirse crítico y ocupar esa postura, refinada o no, para hacer juicios livianos pero soberbios. Esta escena idílica, propia de un cuadro impresionista, comparte espacio con otro aspecto fundamental, que es la desdicha. Malos meseros, sucios baños, enfermarse, la decepción de la realidad fallando al ideal platónico de lo que deseamos. Comer fuera es ambas cosas, y sentir que es posible omitir todo esto sin abandonar el pijama traiciona una bancarrota del espíritu no menor.

Oculto bajo estas apps y servicios también está el problema de la explotación del hombre por el hombre. Marx, cuando consideraba esta problemática, probablemente no pensaba en la precarización laboral de quienes reparten Burger King, y aún así la democratización de este fenómeno es reveladora. No sólo no quiero expresar lo que quiero en un teléfono, sino también se vuelve incómodo reconocer la humanidad detrás de quienes sostienen estas macroestructuras de lo conveniente. Estas personas que en bicicletas recogen y nos traen comida, algo que en principio debiese ser un acto de amor, se convierte en una transacción más, algo por diseño omitible, en vía hacia una decadente saciedad. Así, hoy todos en mayor o menor medida somos cómplices en explotarnos con comodidad.

Al recibir bolsas con comida en casa, no sólo omitimos nuestro vinculo con un mundo más amplio y al intermediario en bicicleta que ignoramos con fingida amabilidad. También omitimos todo el universo que contiene quién preparó cada alimento, qué formas de comer aplican a cada plato, sus tiempos y cómo el reparto altera las temperaturas ideales. Pareciera que, ante la pereza, las papas fritas blandas -algo inaceptable en cualquier otra situación- son un precio razonable por la muerte del respeto entre humanos. Ante este festín de condensación, usualmente acompañado por Netflix, cabe preguntarse si toda esta comodidad fue realmente una buena idea, y luego recordar cocinar y pelear al elegir películas en los videoclubs antiguos luego de caminar por nuestras ciudades, con un entendimiento claro de las relaciones que, en sociedad, nos debemos honestamente los unos con los otros.


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