Por Juan Marcelo Ibañez
La hambre, la poderosa hambre, tiene el poder de encender revoluciones y avivar las llamas del alzamiento. Hambre de pan, hambre de justicia. La hambre es capaz de guillotinar reinas y reyes y convertir a casi cualquiera en un caníbal.
Cuando hay hambre se hace más fácil que nos intentemos devorar los unos a los otros. Detrás de la hambre no hay nada. La hambre es un vacío que rebosa de muerte, un espacio que infla las tripas de la malnutrición inflamando todo lo demás.
El estómago vacío es enemigo de la paz.
El estómago vacío es mal consejero.
El estómago vacío es el instigador más acuciante para acciones desesperadas. La desesperación es la pérdida total de la esperanza, la alteración extrema del ánimo causada por la cólera.
Personas enojadas, hambrientas, desesperanzadas se entregan al peligro con la valentía del desesperado.
Nadie quiere pasar hambre y nadie quiere vivir rodeado de gente que pasa hambre. La hambre es el todo o nada, detrás de ella sólo hay un abismo vacío eterno y sin luz.
Peligrosos quienes no tengan nada que perder más que su propia hambre.
Hambre de pan, hambre de justicia, la hambre es capaz de guillotinar reinas y reyes y de convertir a casi cualquiera en un caníbal. La hambre, la espantosa hambre, puede encender revoluciones y avivar las llamas del alzamiento.
Por ello un buen gobernante debe hacer todo lo necesario para evitar que la hambre se extienda entre sus gobernados. La provisión de alimentos está en el centro de la construcción de autoridad, es la invisible trama que sustenta al pacto social.
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La invención de la agricultura impulsó la construcción de civilizaciones y las civilidades que las mantienen en pie. La hambre al extenderse, puede devorarlo todo de tan hambrienta que es. Más de alguna vez ya ha pasado en la historia.
De ahí el espanto que provoca la palabra hambre.
El primero en hablar de hambre fue, irónicamente, el ministro Mañalich, para argumentar el porqué no se hacían cuarentenas totales y se enfrentó a los alcaldes y las redes sociales. Si paramos la ciudad, aparecerá el hambre, decía.
Luego vinieron los alcaldes en los matinales, mientras mostraban cajas de alimentos que repartirían entre vecinos.
Por entonces, entre tanto ruido noticioso, la palabra hambre se perdía como un lejano eco alcaldicio.
La hambre volvió a resonar en el discurso presidencial del domingo, con el anuncio de la repartición de 2.5 millones de cajas de alimentos imaginarios, cajas que por entonces aún no existían.
La hambre tomó forma al día siguiente en las calles de El Bosque y al subsiguiente en La Pintana, porque el hambre no espera, desespera.
Con la hambre no se dialoga, sólo se satisface. Si tú y yo tuviéramos hambre en estos momentos no estaríamos leyendo esto. Sólo estaríamos pensando en cómo dejar de tener hambre.
La soledad de esa palabra proyectada en luz.
Hambre. Hambre pintada en luz artificial, como artificial es el hambre moderna. Hambre en medio de supermercados repletos, refrigeradores llenos, programas de cocina y campos suficientemente productivos como para que nadie tenga que pasar hambre.
La hambre moderna es hambre de dinero en medio de la disposición casi pletórica de alimentos. La hambre entre nosotros es una grieta, una fractura que puede quebrar la fuente.
Qué tan profunda y extendida es, aún no lo sabemos. Sólo tenemos la certeza de que hoy es evitable. Y eso cubre de inmoralidad la desnudez de esta espantosa palabra, proyectada en la luz sobre el vacío oscuro de un edificio.
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