Cuando llegas a un bingo es porque definitivamente no te queda ningún recurso más que invocar. Es porque estás totalmente desamparado. Sin embargo, para alguien como Gerardo Varela, el bingo solamente es un evento.
Lo primero: Perdón por llegar tarde con el tema. Solo quería decir que, de verdad, los bingos son lo peor de lo nuestro.
No nos quedemos con el sentimiento de solidaridad de las familias, de los vecinos y de los cercanos de quienes están en torno a un bingo. No pensemos en el acto mismo del bingo. Eso es bonito.
Es bonita la sensación de que está en nuestras manos ayudar a una persona. Es bonito jugar un par de cartones. Es bonito comer un cono de papas fritas o pedir un completo (porque el bingo siempre lleva algo rico y grasiento para el mastique).
Pero no dejemos de tener en perspectiva lo importante. A final de cuentas, el bingo es la ilusión de poder reunir los recursos para poder sortear un apuro doméstico. Nadie quiere que un apuro de la vida sea resuelto con un bingo. Es incómodo decir que necesitas de un bingo para poder pagar una operación, para poder arreglar una casa incendiada o para arreglar un colegio. Hay un pudor que antecede a la voluntad de resolver los problemas gracias a tu comunidad más próxima.
Hay una serie de instituciones que deben cumplir a las personas necesitadas antes que hacer un bingo: las municipalidades, los gobiernos regionales, los entes públicos, incluso las fundaciones de ayuda civil. Todos están antes que un bingo.
Cuando llegas a un bingo es porque definitivamente no te queda ningún recurso más que invocar. Es porque estás totalmente desamparado. Sin embargo, para alguien como Gerardo Varela, el bingo solamente es un evento.
Él, a lo mejor, imagina la felicidad de estar dentro del bingo, pero no conoce ni empatiza con la tribulación que antecede al evento: no conoce de tener estrecheces económicas para una operación, arreglar una casa o mejorar un colegio. Personas como el ministro de Educación piensan en el bingo como una convicción antes que una aflicción.
Por eso, los encuentran lindos o pintorescos. No le da para comprender más.
Mal que bien, para personas como el ministro de Educación, el bingo refuerza la idea de que pequeños grupos de personas asociadas pueden resolver por sí mismos algo antes de pedirles ayuda a agrupaciones humanas más complejas. En el fondo, se trata de un intento desesperado por asentar la creencia de que el corporativismo funciona. La gente como Varela tiene la convicción de que esos pequeños grupos siempre pueden ser más poderosos.
Los cultores del corporativismo resultan tan disparatados como los defensores de la segunda enmienda a la Constitución de Estados Unidos. Tal como estos últimos defienden su derecho de portar armas, estos símiles nacionales tienen la absoluta certeza de que las agrupaciones sociales más pequeñas siempre tendrán el derecho preferente de apoyarse y fijar sus propias reglas, antes de que un Estado (u otra agrupación compleja, sea de mayor o menor grado que un Estado) las fije.
Prefieren que no esté el Estado ahí para que no sea éste el cual ofrezca la ayuda. Prefieren que la gente se rasque con sus propias uñas para que la gente no sepa de la existencia de la solidaridad social, sino que solo conozca la caridad circunstancial.
¿Por qué lo hacen así? Porque le temen al Estado y huyen de su brazo normativo. Ellos no conciben al Estado como una organización de la cual formen parte, sino como un ente ajeno que les fija reglas a pesar de ellos mismos; como si les fijara reglas contra sus voluntades.
Huyen de alguien que pareciera decirles todo el tiempo que están incurriendo en algo aberrante. En eso, actúan como lo harían los miembros de una secta. Y como tal, no tienen pudor en defender los famosos “grupos intermedios” aunque solo se traten de una organización informal, absolutamente coyuntural, que solo existe para ayudar a una pobre persona en graves apuros, para resolver algo que excede ampliamente sus posibilidades financieras: “¡Salvemos la casa de Fulano!”, “¡Todos por la salud de Mengana!”, “¡Unidos por el techo para la escuela!”.
Por ese fanatismo desembozado, una persona como Gerardo Varela se siente capaz de reivindicar un bingo. Aunque no entienda que el bingo es la cara alegre del desamparo en el cual nadie quiere estar.