Japón y Estados Unidos son uno de los mayores socios comerciales del mundo. De hecho, el otrora imperio más grande de oriente ha sido el bastión indiscutible de apoyo hacia la cultura occidental por casi un siglo. Es difícil entender cómo dos naciones en guerra lograron dar vuelta de forma tan tajante su diplomacia cuando hubo bombas atómicas y campos de concentración involucrado durante un conflicto que continúa asombrando a nuevas generaciones incluso a 70 años de su apogeo.

Estados Unidos tuvo campos de concentración en sus desiertos. Históricamente, se han calificado como los libertadores de los judíos mientras se encontraban bajo el yugo de la Alemania nazi, cuando la verdad es, que pusieron en práctica varias de las ideas raciales propuestas por Hitler durante la primera mitad del siglo pasado.

Tras el ataque de Pearl Harbor -donde la armada de Japón atacó la bahía hawaiana pese a la neutralidad de Estados Unidos el año 1942- los ciudadanos japoneses residentes en California, San Francisco y San Diego, sufrieron ataques raciales a diario por parte de la prensa, los políticos y sus propios vecinos.

La situación fue tal que pocas semanas después de la declaración de guerra oficial entre ambas naciones, los ciudadanos japoneses residentes en Estados Unidos fueron obligados a entregar sus negocios y vivir en campos de concentración por miedo a que alguno de ellos fuera un espía aunque nunca se encontraron pruebas de ello. Más de 120 mil japoneses fueron arrastrados de sus hogares para vivir en cabañas ubicadas en el desierto de Arizona, siendo la mayoría mujeres y niños.

En un plazo de 8 días los japoneses debían vender sus negocios y tierras de cultivo. Varios dejaron sus pertenencias en bodegas que fueron saqueadas y sus propiedades resultaron revendidas haciendo imposible su retorno luego de la disolución de los campos. Los observadores internacionales afirmaron que estos llamados “sitios de reubicación” carecían de condiciones dignas y que muchas personas se verían expuestas a las enfermedades propias de territorios inhóspitos como piojos, tuberculosis y cólera.

Si bien para el año 1943 parte de los políticos pedía el desmantelamiento de estos sitios indignos, el presidente Roosevelt quería la reelección y decidió no dar marcha atrás. Cerca de 2 mil prisioneras murieron durante este periodo, luego de que las condiciones de vida se deteriorasen conforme pasaban los años.

El campo de concentración más grande este tipo se llamaba “Manzanar” y estaba ubicado en California. Acá los presos podían cultivar sus verduras y criar cerdos, además de practicar deportes para hacer la vida en el lugar más amena. Sin embargo, tras el término de la guerra, miles de japoneses fueron forzados a abandonar el lugar tras el cierre del establecimiento incluso si no tenían un hogar a donde volver.

A cada interno se le entregó un boleto de tren y 25 dólares para rehacer su vida, pese a que la mayoría de los 120 mil japoneses internos contaban con un nivel de vida superior al promedio gracias a ser trabajadores calificados.

No fue hasta el año 1988 cuando el gobierno estadounidense asumió las motivaciones raciales que resultaron en el desplazamiento forzado de miles de japoneses. Desde entonces, se han pagado miles de dólares en compensación a las víctimas y sus descendientes, aunque el tema claramente, es esquivado por los medios de comunicación.

Varios peregrinos caminan hasta Manzanar todos los años para que la situación no se repita, aunque mientras lees esto miles de personas se encuentran recluidas en lo frontera esperando su deportación por motivaciones raciales impuestas gracias a la administración Trump. La historia es cíclica, y el precio de olvidar es repetirla.