Manuel Lincovil abandonó a su comunidad y, aún sabiendo que su destino era ser machi, se fue a la capital y se convirtió en contador. Sin embargo, escapar de su responsabilidad le pasó la cuenta y transformarse en una figura espiritual fue inevitable. Desde hace 20 años se dedica a transmitir los saberes de su pueblo en la comunidad Kallfulikan y atiende a pacientes en la red de salud pública. Conversamos con él sobre el covid, la crisis climática y el fin del mundo.
fotos Juan Cruz Giraldo
En la parte de atrás del Centro Comunitario de Salud Familiar Los Castaños de La Florida, en Santiago de Chile, se levanta una vivienda construida con totora, coligüe, varas de eucaliptus y postes de pino: es la ruka de la comunidad Kallfulikan, una asociación mapuche conformada en 1998 en la capital. Entre el olor a tierra húmeda, un canelo y helechos que brotan cerca del rewe –un altar sagrado tallado en madera–, el machi Manuel Lincovil (78) atiende a sus pacientes.
Cada miércoles y jueves, entre las once y las dos de la tarde, la autoridad ceremonial recibe alrededor 15 personas de origen indígena y huinca (no mapuche), que asisten al Centro de Referencia de Salud Mapuche La Ruka, el que funciona a través del Programa Especial de Salud y Pueblos Indígenas (PESPI) del Ministerio de Salud.
Los pacientes pasan primero pasan por la sala de espera, donde son inscritos, y luego van a lo que sería el box de atención: una mesa y un par sillas ubicadas frente al rewe, divididas por una separación de acrílico debido al coronavirus, donde el machi realiza su diagnóstico. Al terminar, acuden a la farmacia; la ruka, donde retiran sus remedios preparados por la lawentuchefe (experta en las propiedades de las plantas) y su asistente, a partir de 150 variedades de plantas. Santiago desaparece en esa calma, mientras el silencio es sólo interrumpido por los trabajos de construcción del lonko Samuel Melinao, líder político y administrativo de la organización.
Frente al rewe, antes de responder cualquier pregunta, el machi Lincovil aclara que mapu no significa solamente tierra y que che no se puede acotar a gente, sino a “un ser humano, consciente y reflexivo”. De inmediato, precisa: “El ser humano es una persona consciente, pero no todos somos muy humanos. Una persona que asesina a otra, que anda destruyendo todo, ¿será ser humano? Puede ser un ser, pero no tiene humanidad”.
Y para entender el origen de todo, él lo explica así: “El che nació a partir de la naturaleza y, con el tiempo, se dio cuenta de su existencia y de todo lo que lo rodeaba. Se preguntaron: ‘¿Quién soy? ¿Para qué llegué a este mundo? ¿Tengo alguna relación con estos animales, con La Tierra, con La Luna, con El Sol?’ Y se metieron tanto en eso, que los primeros che rompieron la barrera de la muerte. No se murieron, se esfumaron. El cuerpo desapareció y se convirtieron en espíritus”, explica.
Advierte que no es fácil enseñar esto a un huinca, pero “para entender lo que estamos hablando tenemos que detallar estos conceptos”, dice sobre una de las bases de la espiritualidad del mundo mapuche: los pillán, aquellos che que se esfumaron y que habitan en la cordillera, en los grandes bosques y montañas.
“Ellos conocieron qué función cumple cada planta, no por su contextura, sino por su energía. Ahí nace la medicina”, un saber, explica, que se divide en tangible e intangible. La primera son las hierbas, frutos y raíces, el barro, el agua, las piedras y toda la naturaleza. La segunda son la palabra, la canción y el aroma, la melodía y el ritmo de instrumentos como el kultrun, la kaskawilla, la pifülka o el ñolkin. Pero antes de seguir, el machi se detiene. El sol ha casi desaparecido y el frío es feroz.
Un virus de muchos
De las 1.745.147 personas que se reconocieron mapuche en el Censo de 2017, 614.881 viven en la Región Metropolitana, siendo La Florida la séptima comuna con mayor población de esta etnia a nivel nacional y la tercera de la RM, con 34.020 personas. Y, aunque ha aumentado el porcentaje de gente no mapuche que recurre al machi, su atención es igual para todos.
Lo primero que hace es examinar su orina, la primera de la mañana que cada paciente trae en un frasquito. Luego, les pide las manos y, atentamente, recorre sus palmas buscando algo que no puede, ni quiere comentar a nosotros. “En la otra medicina te preguntan: ‘¿qué te duele?’, si es el estómago te van a dar un doctor internista, si es la cabeza seguramente un psiquiatra. Aquí no pasa eso, aquí es íntegro”, aclara.
De esta manera, dos personas con la misma dolencia pueden tener diagnósticos y soluciones completamente distintas según cómo se originó su kütran (enfermedad o desequilibrio): por un virus, contagio, herencia, alimentación, accidentes o, incluso, debido a la voluntad de hacer daño de una persona a otra, a través de las artes ocultas. Para determinarlo, el machi se pregunta por el nacimiento de la persona, su familia, sus características psicológicas, su infancia y adolescencia.
—Durante este año y medio, ¿ha llegado gente con covid-19?
“No he recibido mucha gente por covid. Eso sí, en una ocasión me tocó atender a una persona que estaba intubada. Me fueron a ver a la casa, porque yo también trabajo en forma particular. Le aplicamos la medicina intangible, a la distancia, a través de la foto y de objetos. Y en otro caso, lo hicimos presencial. Fue alguien a la casa, aquí no, por el protocolo que tiene el consultorio, no lo permite. Tenía síntomas leves y se le dieron remedios de hierbas”.
El machi reconoce que si bien no está claro el origen del covid-19, los virus siempre han existido, y advierte que su pueblo se ha enfrentado a ellos en varias ocasiones. Como planteó Andrés Cuyul, académico del departamento de Salud Pública de la UFRO, y que registró Palabra Pública, entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, en el wallmapu se extendió el cólera, la viruela y el tifus.
Un brote de este último se desató en el país entre 1932 y 1939, y otro de influenza, en 1957. “Fue muy letal”, cuenta, “en nuestra comunidad cayeron todos enfermos, hubo una familia que de cinco hermanos murieron tres, en una semana. Yo estaba en un colegio de curas y éramos 60 los internos, todos caímos como moscas. Afortunadamente, ninguno murió”, rememora.
Incluso antes de sus abuelos y bisabuelos, otros mapuche habían padecido enfermedades importadas de un continente desconocido, pero que los libros de historia no registran. “Mucho han sufrido nuestros antepasados, distintas epidemias. Cuando llegaron los españoles llegaron con todos los problemas, infecciones de tipo viral, infecciones a través del contacto sexual, la sífilis (…) cosas que antes no se conocían acá”, agrega.
—¿Qué lugar ocupa esta pandemia para usted en toda esta historia de epidemias?
“Creo que estamos empezando con estas pandemias, creo que van a venir mucho más en el futuro y, quizás, más fuertes, más duras porque el cambio climático está produciendo muchas cosas inesperadas, provocadas por el hombre más que nada. La infección es de todo tipo: el agua, el mar, los ríos, todo está contaminado de basura, de tanta cosa. Entonces, se van formando bichos y a la larga van a llegar al hombre por algún camino, ya sea por la alimentación, por el aire. Cuando nosotros éramos chicos, siempre nos hablaban nuestros abuelos: ‘A ustedes les va a tocar esto y esto otro porque vienen tantas cosas malas y van a venir más todavía’. Desgraciadamente, decían, y así fue”.
—El último informe del IPCC ratifica que, inequívocamente, el cambio climático es culpa del ser humano y que estamos al límite para que la temperatura no suba más de 1,5º…
“Es una alerta roja. Y esto nosotros lo escuchábamos cuando éramos niños, sin ir al colegio, sin tener contacto con nadie, nuestros abuelos nos decían: ‘Esto va a pasar, esto va a ser así’. Y los curas decían: ‘Hermanos, vienen tiempos mejores…’. Pero los abuelos respondían: ‘¿Cuándo van a venir tiempos mejores? Peores sí, pero mejores nunca’. Deberíamos repensar nuestra relación con la naturaleza. Cada uno debería preguntarse: ‘¿Qué tengo que hacer yo?’. Para qué vamos a hablar de los que están arriba, deberían estar ya haciendo algo, pero, desgraciadamente, el ser humano ya no está siendo humano. Ya no es che”.
Renegar al designio
Manuel maneja todas las respuestas apoyado en un conocimiento ancestral que guarda desde sus primeros años pero que, en un acto de rebeldía, no puso en práctica sino hasta los 27. “Cuando me di cuenta que tenía que ser machi, no quería. Me rebelé, me arranqué de la comunidad para no serlo, pero no fue posible porque después me enfermé y tenía que volver a mi comunidad y recibir el don”, cuenta ahora con un toque de humor.
Nació en la Región de la Araucanía, en la comuna de Nueva Imperial, en una localidad llamada Cudico. A sus 14 años, al terminar su enseñanza básica con los curas Capuchinos, comenzó la demarcación de una distancia con su propia comunidad. Cuenta que quería ser profesional, que quería ser abogado. Así, mientras cursaba cuarto de Humanidades en el liceo, sincera: “No pude más, porque la vida que llevaba en ese momento era muy sacrificada, tenía que cocinarme solo, no tenía plata, apenas tenía los zapatos para ir a clases. Entonces, me aburrió y dije ‘no puedo seguir’”.
Decidió irse a Concepción a terminar los dos años que le quedaban y, al mismo tiempo, trabajar en todo lo que le permitiera ahorrar, hasta de garzón, cuenta. Recibió su diploma, agarró un diario y encontró un aviso de trabajo en el que buscaban un junior para una oficina contable. Luego de 40 personas, fue el último en ser entrevistado y, más allá de preguntarle por especializaciones y números, le pidieron hablar en mapuzungún, que explicara cosas de su pueblo. “Contratado”, le dijeron. Todavía el designio no le producía dolores, sólo sueño, muchísimo sueño, señales que él no atendía.
Un día su jefe le dijo que debería estudiar para ser contador, él tenía amigo que era director del Instituto Superior de Comercio, hablaron con el hombre y Lincovil realizó los dos años que le faltaban para obtener el título. Se trasladó a Santiago, comenzó su vida profesional y se especializó en comercio exterior. “Empecé a trabajar en empresas grandes, españolas. Estaba en lo mejor cuando me llegó eso”, dice sobre la enfermedad.
Paulatinamente, su salud se deterioró: no podía comer y no podía caminar. “Recurrí a todos los médicos de acá, me hicieron resonancias magnéticas y no tenía nada, pero estaba mal. Obligado a devolverme a mi comunidad, recurrí a las machi de allá y me dijeron ‘usted sabe porqué está así’”. Después de una pausa, confiesa: “Pero gracias a eso, tengo lo que tengo y soy lo que soy”. Su saber lo ha llevado a dar charlas por distintas universidades, como el trabajo de casi 20 años que lleva con la Escuela de Enfermería de la Universidad Católica.
—Usted recibe pacientes que no necesariamente son indígenas y ha dictado charlas en varias instituciones. ¿Cree que la medicina es uno de los puntos de encuentro entre huinca y mapuche?
“No sé si es tan así, pero nuestro trabajo aquí ha sido muy importante para dar a conocer que los mapuche también tenemos conocimiento y sabiduría con respecto a la vida, a la humanidad. No somos como nos catalogan desde el principio (…) Recuerdo que mi hijo, investigando, una vez encontró un Mercurio, no recuerdo de qué año, de Valparaíso o Viña del Mar, donde decía que los mapuche no teníamos alma. Entonces, nosotros estamos demostrando que no poh. Que nosotros somos tan o más inteligentes que todos los seres humanos, tal vez no más, pero igual, en algunos casos un poco más (ríe)”.
—¿Siente que es un deber demostrarlo?
“No es un deber demostrarlo, pero nosotros llegamos aquí para incorporarnos, hacer salud para aquellas personas que necesiten nuestra medicina y ser útiles para las personas que necesitan recuperar su salud. Y eso significa también que nosotros no somos tan como nos catalogan”.
—Con todo lo que está pasando en el mundo y relacionado a la humanidad, hay una sensación real de que se está acabando. ¿Cree que tenemos un futuro?
“Tal como decían nuestros abuelos: ‘ustedes van a ver cosas muy trágicas, porque el mundo va avanzando y no se detiene’. Esto no se detiene y no se va a detener. Me da pena por mis nietos. Pase lo que pase, va a seguir y al final hasta puede explotar. Y hasta ahí no más llegó el planeta Tierra”.
Hace una pausa y sigue: “Yo me soñé, cuando me convertí en machi, cómo iba a ser el fin: la tierra quemada entera, pura ceniza y algunos animalitos que apenas andaban, que se estaban muriendo, caminando, buscando agua y no había. Todo negro, quemado. Creo que La Tierra se va a convertir en un planeta como Marte”.
—¿Y no hay posibilidad de revertirlo?
“Es que tampoco el ser humano está consciente de parar su forma de vivir –hace una pausa más larga que la anterior– La ambición. ¿Por qué el mundo está como está? Detrás de los gobiernos hay un grupo de millonarios que maneja el mundo”.
María, su esposa y lawentuchefe (conocedora de las propiedades de las hierbas), pasa por detrás de él y le suelta unas palabras en mapudungún. Sin mirarla, él le contesta. El intercambio sigue, se ríen. Hay complicidad en sus miradas. Ella traduce: “En la cultura mapuche, una persona que va a hacer una entrevista, por último, lleva un paquete de galletas, un queque, una cosa así. Porque la conversa vale mucho, sacar las ideas vale mucho”. Y en esas declaraciones, medias en broma, medias en serio, se nos va esta tarde hablando del fin del mundo, un instante en el que el tiempo no existe.