La historia de Gonzalo es reciente. Sucedió hace apenas dos meses y da cuenta de cómo este sábado además de celebrar el orgullo de ser nosotres mismes tenemos que defendernos, estar juntos y gritar contra las injusticias.

Ninguna persona debiese sentirse insegura por andar en el transporte público, y se han hecho comunes los ataques de personas intolerantes a personas de una orientación sexual diferente.

Por Gonzalo Pérez/ @guidogonzalo3250

Son las seis de la tarde y está soleado. Desde mi casa en la comuna El Bosque, voy camino a la universidad sentado en el asiento alto que está antes de la puerta de bajada. En ese momento, y por la puerta central, sube un tipo con una polera del Colo.

El señor entra y se acomoda en un espacio vacío de la micro, mientras saluda a los pasajeros y tira la típica talla asquerosa: ¡Qué levanten las manos los hombres a los que les gustan las mujeres! pensé: “Otro humorista culiao más” mientras se me hacia un nudo en la guata al recordar que mi pelo era de color fucsia intenso, que mi ubicación en la micro era poco piola y que había dejado mi jockey (que uso para ese tipo de “emergencias”) en la casa. 

No pasaron ni 5 minutos y ya estaba toda la gente mirándome tras escuchar tallas que me comparaban con los pokemones, Patricia Maldonado, Goku, etc. Todo básico, fome, de mal gusto, gratuito y repetitivo. El 80% de su rutina fue gracias a mí. O en contra mía.

Los casos de homofobia en Chile han aumentado un 44% este año.

Las bromas no pasaron a mayores, a excepción de un discurso anti-feminista vomitivo que se pegó el tipo y de las risas exageradas de un grupo que estaba sentado al fondo de la micro balbuceando palabras que por su claro estado de ebriedad poco se entendían. Está demás hablar del olor.

Ya en Gran Avenida, el “humorista” se baja de la micro y al fin siento que puedo respirar tranquilo y que la atención se desvía de mí. Eso sólo por un rato porque después muy tímidamente, desde el fondo de la micro empiezo a escuchar un montón de risas, de esas risas típicas de curaos jugosos, junto con frases como: “Pokemón culiao”, “Wena! ‘Caeza de betarraga”. Me mantuve largo rato en silencio, con los audífonos puestos pero sin escuchar nada. Ya por San Miguel, sube una mujer cuarentona a cantar canciones como Chico de mi barrio y Baño de luna a media noche.

Algunas personas le dieron un par de monedas a la mujer mientras esta recorría la micro pidiendo aportes voluntarios, pero nadie la aplaudió, a excepción del grupito de hombres adultos jóvenes que estaba sentado atrás. No solo fueron aplausos si no también halagos: “Mijita… espectacular” “!Oe! ¿Tení gamba para darle a la señorita?” “Mamita… maravillosa”…

Luego de unos minutos, llegando a metro Franklin, llega el momento de bajarme. Me paro y me afirmo del pasamanos para tocar el timbre. En eso, escucho nuevamente sus desagradables voces: “Paty Maldonado” “¿Que wea se cree este culiao?” “Maricón culiao”

Atino solamente a darme vueltas y decirles: “¿Me podí dejar de webiar?” .

Grave error.

Un segundo después, vi a los 5 tipos parándose de sus asientos en dirección hacía mi. El mas viejo tenía 40 y el mas joven quizás 30 y algo. Logro divisar las latas de cerveza que algunos tenían en la mano cuando a mis 25 años, siento el primer combo de mi vida en mi cara por parte de uno de ellos, seguido de otro combo, y múltiples golpes.

No recuerdo nada hasta que me veo tirado en los asientos y veo a un grupo de hueones pegándome patadas y dándome vueltas latas de cerveza encima.

Logré pararme y uno con un combo me vuelve a a empujar hacia los asientos, trato de ponerme nuevamente de pie mientras el tipo me empieza a escupir junto a sus amigos que están bajándose de la micro. Una mujer grita: !Bájense conchetumare o los bajo yo misma! pero los tipos ya estaban corriendo entre las calles de Gran Avenida.

La micro quedó en silencio. Tengo las marcas de sus zapatos marcados en mi ropa un poco embarrada. Con mis manos temblorosas logro sacar el celular, lo seco y llamo a un amigo que vive relativamente cerca, por el centro.

Llego a su casa, me ducho, me presta ropa y sigo mi trayecto a la universidad haciendo como si nada hubiese pasado, preocupado de que no me queden manchas en la cara, para que no me cache mi mamá que ya me había advertido anteriormente que me iban a “sacar la cresta en la calle por andar con el pelo así”.