Jorgelino Vergara Bravo, alis “Mocito”, fue el mayordomo del ex agente de la DINA desde los 16 años, y sin quererlo, testigo presencial y cómplice de las atrocidades del régimen. “Soy un perro, ellos me enseñaron”, ha dicho sobre lo que fue su vida.

El libro y documental “La danza de los cuervos” de Javier Rebolledo (Planeta, 2012) recopila los sucesos que presenciados por el empleado más cercano de Manuel Contreras mientras realizaba labores de limpieza en la casa del militar, y luego en los centros de detención de la CNI durante la dictadura.

Su testimonio –dado a conocer en 2007- significó un hito respecto a lo que se conocía sobre los métodos de tortura utilizados durante la dictadura militar, información que ayudó condenar a los responsables que se encontraban impunes hasta ese momento. De hecho, el relato entregado por el llamado “Mocito”  –diminutivo de mayordomo usado para referirse a los jóvenes que realizaban tareas dentro del hogar de una familia de clase alta- logró procesar a 120 ex agentes de la DINA.

¿Cómo llegó a convertirse este hombre, recluido en la más extrema soledad, en la persona con la información más importante y qué le llevó a hablar 30 años después?

Jorgelino Vergara Bravo creció en la pobreza junto a sus hermanos en Curicó, desprovisto incluso de pañales, su madre se las arreglaba con un cuero de oveja y una bolsa choclera para mantenerlo limpio. Cuando logró sobrevivir a su infancia, llegó hasta la casa de Manuel Contreras, en la comuna de Providencia, para ser parte de la servidumbre y colaborar con las tareas del hogar.

Con 16 años, servía los tragos de Miguel Krassnoff (militar que ideaba los métodos de tortura de los prisioneros recluidos en el Cuartel Simón Bolívar), Alejandro Burgos de Beer (ejecutor del asesinato de 11 militantes de izquierda) e incluso de Augusto Pinochet.

Se ganó la confianza de su patrón, el “Mamo” Contreras, luego de aprender a preparar su ponche favorito, e incluso la familia le regaló un par de zapatos negros durante la Navidad que pasó en casa de la familia en Pocuro. Para un niño que nunca había recibido nada durante su infancia, este gesto le otorgó el sentido de pertenencia que lo haría actuar de forma incondicional durante todos los años que presenció la crueldad de aquellos que actuaron en pro de la persecución política para mantener silenciados a los detractores del régimen.

Jorgelino Vergara fue designado a la Brigada Lautaro –unidad de exterminio perteneciente a la DINA- hasta el año 1977. Luego, y hasta el año 1985, realizó labores de limpieza en el Cuartel General y Cuartel Loyola. Dentro de sus actividades se encontraba dar de comer a los prisioneros, atender a los militares y limpiar la sangre de los detenidos luego de que fueran torturados. 

Su primer contacto con los métodos usados por la DINA fue cuando conoció al doctor Pincetti, apodado por los mismos miembros del organismo como Doctor Tormento. Dentro de sus métodos se encontraba la experimentación química con prisioneros, drogar y hacer que los detenidos vieran cómo se desangraban, y según las palabras de Vergara “ningún detenido salía con vida luego de visitar al Doctor Muerte”. 

“Todos los prisioneros estaban flacos y malolientes, algunos con barbas largas…las mujeres también venían demacradas…no atinaban a nada, no oponían resistencia”, agrega el “Mocito” sobre sus vivencias en el Cuartel Simón Bolívar.

En el lugar, también fue testigo de diversas “Operaciones Rastrillo”, donde la regla básica era una sola: independiente del crimen o grado de responsabilidad de un detenido en alguna acusación, nadie debía salir con vida.

Tiempo después y al ser ascendido a labores de “guardia”, Jorgelino debía limpiar la sangre y fecas de los prisioneros que morían a manos de Juan Chiminelli y Armando Fernández. Ambos militares que participaron  en la Caravana de la Muerte y entraban al cuartel Simón Bolívar drogados para desquitarse con los prisioneros que asesinaban a golpes. Fernández era reconocido por el arma que usaba: una bola metálica con púas.   

“Había un joven tirado, lleno de tajos profundos a la altura de su estómago, las vísceras desparramadas a un lado de su cuerpo…luego Chiminelli y Fernández volvían a tomar  al casino, como si nada”, relata Vergara en el libro del periodista Javier Rebolledo.

Vergara también presenció vejaciones a mujeres dentro del penal, como fue el caso de una chica que electrocutaban hasta el punto de que pedía que la mataran. “Le dijeron que no pidiera huevadas”, señala Jorgelino, antes de ver cómo le despedazaban la cara con un sartén.

Luego de casi 10 años sirviendo para los mandamases de la dictadura de Augusto Pinochet, los militares consideraron que Jorgelino sabía demasiado y decidieron deshacerse de él mediante un parte psiquiátrico que lo catalogaba como “socialmente inadaptado”.  

Jorgelino se recluyó en Vichuquén, sin un peso en los bolsillos, guardando silencio y siendo ajeno a la llegada de la democracia, la detención de Pinochet en 1998 y su eventual muerte el año 2006, hasta que la Brigada de Derechos Humanos de la Policía de Investigaciones dio con su paradero.

“Soy un perro, ellos me enseñaron”, afirmó Vergara, quien todavía teme por su vida tras convertirse en uno de las personas con mayor información respecto al paradero de los detenidos desaparecidos tras ser testigo presencial de todo lo que pasó. Y quiera o no, también un cómplice.