Quienes apoyan las creación de un Museo de la Democracia como una versión alternativa del Museo de la Memoria tienen harto en común con quienes creen en su “derecho” a no participar del proceso colectivo de contribuir a la salud pública.
Partamos por algo esencial: hay que entender el miedo del otro.
¿Cuál fue su punto de partida para justificar (incluso, hasta el día de hoy) el golpe de Estado.
¿Por qué necesitaba un grupo de personas que los militares se encargaran de establecer un concepto de orden que, según ellos, los políticos no supieron controlar a través de los procedimientos democráticos?
Primero, entendamos cuando ellos hablan del “odio”. Ellos acusan a la contraparte (al subversivo, al comunista) de buscar el odio. Lo consideran una raza que no quiere conciliar con la postura dominante, a la que ellos llaman “sentido común” [sic]: si esa postura lleva tanto tiempo dominando el espacio público es porque realmente se ha ganado su lugar como forma de comprender la realidad.
¿De dónde viene eso? Son dos razones.
La primera es conservadora. Ser conservador implica sentir alguna forma de aversión al desafío que presenta la novedad. Algunos pueden incluso tolerar la novedad, asumir que exista; pero como un te-mastico-pero-no-te-trago. Otros, derechamente, sienten que algo se les revuelve en las tripas. No se aguantan. Es intolerable.
La segunda es corporativista. Ellos le llamaban odiosidad a la condición desafiante del adversario. Le llamaban odioso porque les llevaba la contra. ¿Y para qué? ¡Si podemos conciliar las posturas de manera amable, sin conflicto, en paz!
Además, también es corporativista el miedo al Estado. El otro reivindicaba al Estado como un espacio normativo. Sin embargo, el corporativista aborrece el rol del Estado como ordenador de la vida pública. ¿Por qué? Porque el corporativista ve al Estado como un regulador que les eliminará el derecho de atrincherarse en sus creencias.
Asumamos que hay procedimientos francos; francos, en el sentido de que son instrumentos dispuestos para facilitar intercambios de cualquier tipo. Los puertos son francos, las lenguas dominantes son francas, las leyes son francas: si perdieran el reconocimiento recíproco y colectivo de su condición de francos, dejarían de funcionar como instrumentos de intercambio.
Pondré un ejemplo burdo.
Vacunarse forma parte de un reconocimiento recíproco de que es necesario contribuir colectivamente a mantener una salud pública que impida el desarrollo de epidemias que se puedan descontrolar y afectar masivamente al país. No obstante, puedo considerar que forma parte de mi libertad civil (!) cuestionar la obligación de vacunarme. Puedo considerar que soy un instrumento de control del Estado: me quiere dominar a través de la posibilidad de contraer enfermedades que no tengo y que quizá no tenga.
Esa potencialidad me hace creer que puedo rebelarme.
Algo parecido razona el corporativsta respecto al rol del Estado. Cree que sus creencias de base católica serán abolidas bajo el imperio del Estado y quiere asegurar que existan regímenes en donde se permita la convivencia entre personas que crean A y personas que crean B. Se generan dimensiones de reglas en las cuales cada quien pueda (como no pueda) creer.
Por eso, prefieren escuelas subvencionadas en vez que el Estado tenga un monopolio de la educación pública. Porque son corporativistas. Porque quieren diversidad de reglas y no diversidad de personas. Prefieren diversidad de enclaves de creencias para que las personas no tengan que cuestionar sus propios dogmas entre la diferencia.
Eso nos aísla. Y, bueh, las burbujas de filtro de nuestras tecnologías favoritas sirven mucho para replicar tecnológicamente el corporativismo.
El corporativista desconfía de la normatividad. Le tiene fobia porque teme ser secuestrado por la normatividad. El llamado a los militares en 1973 respondió a esa fobia: se trataba del intento de un grupo de personas temerosas de ser secuestradas en sus creencias. Y desearon con todas sus ganas evitar (por las malas o por las malas) que esa posibilidad llegase a concretarse. En el Estado, veían una conspiración que los iba a desprogramar. Y no resistieron a esa paranoia.
El temor era a que el Estado uniformara la conciencia. Ese temor sigue hasta el día de hoy. Todavía les temen a los Derechos Humanos (como sustantivos yuxtapuestos): por eso, suelen inventar ante la opinión pública unos derechos humanos (como sustantivo y adjetivo), fabricados a la medida de las expectativas de lo que como corporativistas creen que es la humanidad.
Todavía le temen a Naciones Unidas. Todavía algunos la encuentran un nido de progresismo con ganas de normativizar la historia y de capturar las conciencias. Tienen una actitud cercana a las sectas. Aprendieron de generación en generación a actuar de esa manera.
Sus tatarabuelos escucharon la prédica o leyeron la recomendación de seguir la encíclica Rerum Novarum (por ejemplo). Ese desdén al Estado lo traspasaron oralmente a sus hijos y éstos a sus hijos. No era ilógico que sus padres también lo aprendieran. Construyeron un legado cultural en torno a esa actitud. No necesitan leer las encíclicas Rerum Novarum o Quadragesimo Anno para darse marco teórico: lo aprenden de sus propias vidas; lo naturalizaron completamente. Lo viven así.
Ellos consideran que sus creencias las ganaron naturalmente. Creen que la Constitución de Jaime Guzmán es otro triunfo de la historia, porque aseguró una democracia sin controversias; algo tan imposible como creer que se puede inventar un helado que calienta.
Descontextualizan la dictadura: no la consideran algo aberrante, una anomalía de la historia. La estiman como un proceso necesario para ordenar un país que, en la existencia de un otro, iba a encontrar odio (recordemos: en estas cabezas, que exista una discrepancia resulta equivalente a que esa discrepancia tienda a ser algo crispador).
El otro se quiere inventar un Museo de la Democracia para que se le permita difundir la verdad en la que cree sin el temor a que esa creencia sea descalificada del espacio público. El otro quiere una versión alternativa al Museo de la Memoria porque desconfía de una normatividad de la que se siente ajeno y en rebelión.
El otro actúa igual que los antivacunas.