El debut en la dirección de Bradley Cooper es contundente. El tipo tiene claro los alcances de su creación y no se avergüenza en asumir lo que tiene entre manos; un melodrama en aras de la música con las mejores sustancias del género: amor, fama, decepción, celos, drogas, auge y caída.

Todo despejado y sin pudores.

Pero nada de esto sería posible sin un nombre clave en el casting; Stefani Germanotta. Despojada de las máscaras gastadas por su Lady Gaga. Y el resultado de su osadía no puede ser sino inmejorable.

En una escena dominada prácticamente por las franquicias de superhéroes y animaciones y reboots, la cuarta versión del clásico norteamericano iniciado en 1937, luego en 1954 y posteriormente (la más recordada) en 1976 con Barbra Streisand y Kris Kristofferson, llega con envoltorio de supuesta frivolidad para ensayar sobre las relaciones de pareja entre arreglos country, hoteles de lujo, vasos cargados de gin tonics y bares amenizados por drags.

Desde el prejuicio, el espectáculo y el backstage son leídos como lugares de emociones antojadizas y de sentimientos viciosos. Un lugar poco afortunado para hablar de amor.

Lo cursi sentenciado por innoble, fustigan desde la alta cultura. ¿O cooltura?

Pero como Cooper no juega a ser Woody Allen ni Richard Linklater, el desdén no le importa nada. Ni siquiera los parafrasea. No intenta neurotizar ni convertir en animales verbales a sus protagonistas desbordados de química (ese factor tan aleatorio como codiciado).

¿Cabe aclarar todo esto? Cabe considerando las vidas pasadas de su director, desde ahí algunos esperarían algo más estándar. Algo con balas, venganzas y conspiraciones, por ejemplo. ¿Un macho interesado en hablar de pop y amor? Si, seguro que sí. A Clint Eastwood no le tembló la masculinidad para enjuagar en lágrimas a Los puentes de Madison. Nadie es dueño de los géneros conquistados por otros, menos en una historia que fácilmente podría ser un adictivo culebrón vespertino sobre los laberintos de la pasión a la celeridad de un retuit.

(Géneros fluidos cinematográficos, suena bien).

Y todo esto sin teorizar a lo Erich Fromm en El arte de amar. (¿Podría ser mejor?)

Chico-conoce-a-chica. La arena más socorrida para iniciar una historia tópica: Jackson Maine (Interpretado Cooper) es el músico country en horas bajas; alcohólico, jalero, deprimido y sin posibilidades de matar-al-padre para liberarse de su sombra. El hombre de acento sureño ordena detener su limusina en una cantina a mitad de la ruta. Es un bar gay donde las reinas dirigen la acción y Ally (Lady Gaga), resulta ser la estrella principal de esa noche.

Adoptando La vie en rose de Édith Piaf y fotografiada en soberanía por Matthew Libatique (Hombre de confianza tras la cámara de Darren Aronofsky) la atracción entre el rockstar agobiado y la perfecta desconocida queda servida.

Se le da play a las tensiones iniciales, a los viajes en jets y a las promesas de un futuro común entre ambos. Pero Ally es talentosa, tal vez más que Jack, y entonces vienen los descubrimientos vía YouTube -Algoritmos, dirá un amigo del padre de Ally- y lo demás se deduce, pero nunca se termina de predecir.

Todo lo opuesto a una operación de algoritmos.

Ally ya ataviada en su alter ego -Fácilmente una mirada coqueta y sin asumir a la Gaga de los tiempos de The Fame- se funda a si misma entre la ansiedad de su nueva identidad y los ripios de una relación tambaleante. Y ahí rebotan al paso los teoremas esperados; ¿Elegir entre la vocación o el amor? ¿Postergar o anteponer? ¿Cuidarse, cuidarlx, cuidarnxs?

En el brillo nacarado de los reflectores está la trampa (para ellos) y la satisfacción (para nosotros).

La supernova de Cooper arroja en su efervescencia una verdad diáfana; acá se ha parido más de una estrella.