Narcos volvió en su tercera temporada con las explosiones, asesinatos y cocaína que nos ha cautivado en los últimos años, pero ahora los perseguidos son otros.

Muerte, destrucción, cocaína, sexo y extorsión, son solo algunas de cosas a las que los espectadores se han acostumbrado en los últimos años desde que Netflix lanzó su serie original Narcos. Ahora, en su tercera temporada, esa tónica se mantiene, pero con un foco distinto.

Pablo Escobar está muerto, el Cartel de Medellín ha sido desarmado y el gobierno de Colombia se ha sumado un gran punto ante la población y la comunidad internacional, pero la droga sigue como un cáncer que carcome al país cafetero.

Ya no es Escobar, tampoco es Medellín ni menos Bush Padre o Reagan quienes desde Estados Unidos miran atentos la caída de los narcos. El tiempo ha pasado, el patrón fue abatido y ahora los objetivos de inteligencia, y de los fusiles, apuntan al Cartel de Cali y a los hermanos Rodríguez desde la mirada atenta del gobierno colombiano y norteamericano encabezado por el presidente Bill Clinton.

La tercera temporada de Narcos muestra una era noventera del mercado de cocaína mucho más sofisticada a lo que acostumbraba hacer Escobar. A diferencia de él, el dinero no es enterrado en sacos o lanzado a los ríos, el Cartel de Cali es una organización fina cuyos billetes son sutilmente lavados en negocios legales. De esta manera todo el dinero obtenido a costa de muertes y tráfico se puede ver invertido en una cadena de farmacias y hasta en un equipo de fútbol.

Los narcos ahora no son solo narcos, sino que parte de la clase empresarial de Colombia. Ahora son más los policías y políticos comprados, sus redes son más amplias y empiezan a mostrar los cimientos de internacionalización de las redes de droga lo que daría lógica a que en los próximos años veamos como esta historia sigue pero desde tierras mexicanas.

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