A trece años de su estreno, y a partir de una revelación de su guionista, se vuelve necesario descoser los hilos de esta biblia del pop fashionista. Una esfinge generacional con un legado de símbolos, quirúrgicamente ubicados para exponer una trama de abusos laborales, relaciones viciadas y de madres dictadoras.
Cada generación recibe a los iconos propulsados por la sinergia de su tiempo. Pero cada generación de mujeres y del colectivo LGBT+ tiene a los propios. Ya lo sabía Madonna en 1983 con el lanzamiento de su primer disco; su público sería ese. Dos conjuntos oprimidos por ese frenemy al cual Madonna ha sabido humillar y utilizar a su antojo; el hombre blanco dirigente.
Algo hay en esas caracterizaciones de mujeres irreverentes o desalmadas que unifican a esos públicos. Un set siempre discordante entre lo presentando en el escenario/pantalla y lo recibido en las graderías/butacas. Si es por proyección o transferencia todo vale. El canon es generoso y no discrimina.
Y de ahí el éxito rotundo de este hito solo equiparable al de esos años con Chicas Pesadas (2004). Porque esto es un hecho consumado; aún cala hondo la perversidad de Regina George o el contenido descarnado del Burn book, como quien repite un mantra sacado de un capítulo de Rupaul.
-O mirando a lo local, sacado de Amigas y Rivales. Ese autentico clásico trash parido en las entrañas del Fausto-.
Esa reverberación es el fruto directo de escritores con dominio para palpar el zeitgeist de ese amplísimo espectro de. Uno que goza de buena salud en un cotidiano de gifs y memes enviados por Whatsapp con stickers de Reginas y Mirandas.
Y era Vogue la canción de fondo cuando Andy Sachs (Anne Hathaway), espera a la salida del trabajo a Nate (Adrian Grenier), un aspirante a cocinero tan inseguro como manipulador. De ahí en adelante corre una secuencia de clips con looks de alto impacto donde Andy marca el comienzo de su ascenso bajo la tutela de la omnipresente Miranda Priestly (Meryl Streep).
¿Es El diablo viste de Prada una reinterpretación chic y cínica de La Cenicienta?
Si, al menos en la superficie. O tal vez, en este caso, la vida no imitó al arte. O no tanto. Y lo escrito en la novela de Lauren Weisberger, es menos arquetípico a lo adaptado por Aline Brosh McKenna.
Concordando que, en el castillo de Elias-Clark viven una hermanastra llamada Emily (Emily Blunt), en compañía de un hadx madrinx bautizado como Nigel (Stanley Tucci). Definibles como dos pálidas polillas dependientes de la luz suministrada por MP. Dos adictos al trabajo llevados al súmmum, capaces de donarle un riñón a la Dragon Lady con tal de satisfacerla.
Desmantelando el diagrama; Andy tiene una madre viviendo en Ohio, así nos enteramos mientras disfruta de una comida junto a su padre antes de entrar a ver Chicago, el musical. De la madre ni señales durante todo el metraje. Quedará consensuado que, la progenitora de Andy para efectos gestuales, será Miranda; una representación de lo peor de la precarización laboral, quien sin un atisbo de culpa, no duda en importunar a todas horas a sus asistentes para materializar sus caprichos. Unos que van desde conseguir un jet a último minuto, hasta comprar esa mesita que tanto le gustó en esa tienda de la Avenida Madison.
Miranda es cruel como un viral burlesco y antojadiza como la agenda país de un gobierno sudamericano. Aún así, Andy -como la hija deseosa por ser validada ante esta madre poco dada a los refuerzos positivos- la defiende frente a Christian Thompson (Ese príncipe fantoche y ególatra), argumentando que, si su jefa fuera hombre, nadie sería capaz de criticarla.
Pero ni eso libera a Miranda de ser la cara más salvaje de una industria que todavía peca de cierto fascismo fascinante y de delitos éticos, como la apropiación cultural del patrimonio indígena.
La señora Priestly, nos enteraremos avanzada la historia, es una mujer que llora por amor. Sufre por no saber calibrar su vida privada con su imperio editorial. Y dejando de lado las sensiblerías, es desde los créditos de entrada donde sabemos que esto es una comedia dramática. Sin heridos en combate.
Entonces, esa mala, no será un ser realmente despótico ni mucho menos agresivo. Y sabemos también, que nunca llegará a ser su amiga. Así son las reglas del juego en el subgénero de hembras y trabajos (Revisitar Secretaria Ejecutiva, 1988).
Por eso no importa si Miranda tortura a Andy exigiéndole el manuscrito de lo nuevo de Harry Potter para que sus gemelas puedan saciar la ansiedad mientras viajan a casa de la abuela. (¿La mamá de Miranda o del ex marido?, ¿Lo sabremos algún día?) Lo realmente doloroso, es nunca encontrar contención en su novio o en Lily (Tracie Thoms), su amiga de años. Ambos la juzgan, la sentencian a priori y la encarcelan en una jaula moral. La buena Andrea, incluso recibe ese golpe bajo de “¿La entrevista fue por teléfono?”, escupido con sorna por Nate en plena junta con los otros una vez ya contratada.
Esto a pesar de las dádivas sacadas del departamento de accesorios como amorosos regalos para ambos, y también para el escurridizo Doug (Rich Sommer), ese gay en tránsito que destila textos como “En realidad soy una chica”.
¿Por qué Doug se camufla entre textos ambiguos? ¿Por qué maneja con dominio la data trendy que los otros no? ¿Teme asumirse delante de los controladores de Nate y Lily? No sería extraño, y por eso prefiere mimetizarse entre ellos y hacerse parte de las burlas hacia Andy. El opresor oprimido parece ser el menos duro con ella.
La acusan de cambiar. Y de ahí a la hipervaloración del ser consecuente, hay apenas un paso.
¿Y de qué otra forma uno se adapta al ambiente de trabajo sino es dando la lata y hablando el lenguaje común de la tribu? Todo hiede a envidia en esos tres, en un deseo sucio por ver caer a quien, por meritocracia pura, ha logrado acercarse a la cima.
Cerremos el plano en Nate, el tipo insiste en hablar de cuanto cuesta cada cosa (alarma de toxicidad), como cuando enfatiza sobre los ocho dólares gastados en ese queso Jarlsberg, o de los cinco dólares por fresa en Dean & DeLuca. Nate, en resumidas cuentas, es el aliado fingiendo deconstrucción, el machirulo con ojitos de piscina que no duda en hacer un show cuando su novia destella habilidades y logros. La agasaja, pero no duda en avisar cuanto tuvo que desembolsar para hacerla sentir bien. El futuro sous -chef del Oak Room logra su cometido cuando Andy abandona a Miranda en Paris. Por pavor en convertirse en ella, deducimos. Pero el escape de la joven provinciana, probablemente hace un link con la culpa y el arrepentimiento de quien ha sido educada bajo la moralina de la clase media católica.
O el sacrificio y la postergación como herramientas para alcanzar la piedad.
El relato de David Frankel, concluye con Andy buscando el perdón de Nate. Él se muestra llano a retomar la relación. Andy ha vuelto a ser su Andy. Una niña asumida a vivir en un segundo plano y ahora, trabajando para un diario de medio pelo.
Nada de fiestas con diseñadores, nada de zapatos Jimmy Choo, nada que pueda volver a despertar la fragilidad de su novio.
Es un final de juego donde nadie es realmente feliz, salvo Nate.
Hay algo profundamente chileno que cruza y delimita la forma de vincularse en El diablo se viste de Prada. Todo decanta en una personalidad con visos demócrata cristianos. Sin discusión real, sin animo de cosechar al menos unos pocos enemigos, con esa tonada monillenta de dejar contentos a todos porque pelear-es-malo.
De ser así, de ser un cuento con raíces tricolor, ¿Miranda viviría en el Cerro San Luis y Andy en Lastarria? ¿Y juntas viajarían para cubrir alguna semana de la moda para la Revista Ya? ¿Podría ser?
Ni Meryl Streep ni Anne Hathaway podrían advertir lo cerca que estamos de sus personajes.
Mucho menos Anna Wintour.
Posiblemente nunca se enteren. Es una edición agotada.