El escritor Matías Correa reflexiona sobre cómo las palabras de Tyler Durden en El Club de la Pelea nos siguen cacheteando.
Por Matías Correa, autor de “Geografía de lo inútil” y “Autoayuda”, y “Alma”.
Meses atrás, la victoria de Trump todavía era un delirio tan improbable como que la Carrie Fisher viniera a morirse un día después de George Michael. Por entonces, #Niunamenos era noticia en la calle y también en internet. Pudo haber sido fácil quedarse con la impresión de un montón de mujeres ya la tenían clara: sabían qué hacer y cómo hacerla.
Cómo se aprende a ser mujer, de pronto, ya no parecía una pregunta difícil de contestar. ¿Pero de qué manera enseñarle a un cabro chico o incluso a un viejo, en cambio, el tipo de hombre que vale la pena interpretar? Pecar con una respuesta moralista o buenista es muy fácil, tanto como toparse con brutos y reaccionarios. Es una pena, pero sin querer logramos pitiarnos la virilidad, a estas alturas ignoro ya de qué se trata, pero estoy seguro de que por un buen tiempo vamos a confundirla con algún tipo de aguada forma de urbanidad.
Tal vez no, y en una de esas hay que aprender a domesticarse. Convertir el adiestramiento en tarea personal. Hay un matemático/filósofo francés que creía que todo lo que está mal en el mundo tiene que ver con la incapacidad que tenemos para quedarnos quietos, tranquilos, encerrados a solas en una pieza vacía, sin nada que hacer ni nadie con quien conversar.
Puede ser. En cualquier caso, todavía no he sido capaz de dominar el arte de la concentración y meditar, setear la cabeza y ponerla en blanco como dicen quienes confían en el mindfulness y las epifanías zen. Igual, desde hace unos cuantos años que la mayor parte de la semana me la paso en el departamento yo solo, trabajando desde la casa.
Todas las mañanas hago el aseo y a veces cocino. Soy malo con la plancha, pero no me equivoco cuando pongo a cocer zapallitos italianos, espinacas, cebollines y zanahoria para la sopa. Entre mis labores domésticas están contempladas por supuesto un par de visitas semanales al supermercado y con el tiempo que sobra me las arreglo para hacer mis cosas durante el resto del día hasta que dan las seis. Después, si no me toca partir al taller, me esfuerzo por encontrar una excusa para quedarme encerrado hasta que regrese de la oficina mi mujer.
Soy un hombre casado y vivo como una moderna mujer emancipada de mediados de siglo pasado. La tengo más fácil que mi abuela, también que mi mamá: no estoy obligado a la crianza de niños y aún no me toca cambiar pañales, mucho menos ayudar con las tareas escolares de nadie.
Antes, siendo más pendejo, cuando me callaba en público las ganas de ser escritor, imaginaba un panorama distinto. Creía que por escribir novelas, forzosamente, uno terminaba adoptando una rutina con tufillo a copete y rocanrol, nada más lejos de mis actuales jornadas de dueña de casa.
Pienso: ahora que el 2016- por razones obvias- no puede seguir acumulando obituarios de estrellas pop, tengo la impresión de que la fantasía de vivir como rock star había muerto mucho antes que Bowie y que Prince, antes también que Fidel, R2-D2, Muhammad Ali y Juan Gabriel. Sin embargo, la aspiración a ser rock star sobrevivió latente en nuestras cabezas por un buen tiempo. Y está bien, se trataba de algo que habíamos aprendido cuando niños: la tele nos hizo creer que algún día podríamos llegar a vivir como se vive en la tele; que la universidad nos volvería profesionales de lo que sea, inclusive del arte, el periodismo o la publicidad, y que un título de cartón equivaldría a plata de verdad; que vivir y trabajar conectado a internet significaría habitar un mundo más amplio, cuando lo cierto es que muchas veces el universo se restringe a tu oficina en un cubículo con parlantes o una planta abierta con audífonos. La cultura pop nos enseñó a soñar con fantasías torpes, pero jamás se preocupó de lo que iba a pasar con nuestras cabezas una vez que decidiéramos apagar la tele por un rato, desconectarnos momentáneamente de internet.
¿Qué hacer cuando despiertas a la mitad de la noche con algo que se parece al insomnio y a una moderada forma de angustia a la vez? Eso nadie nunca nos lo enseñó.
Las estrellas del cine y del rock, de la política, el deporte y el arte van a seguir muriendo este año y también el que viene. Pero cada vez conozco a menos gente que anhele tener vidas como ésas. Al menos por ahora, parece que interesa mucho más aprender cómo se hace para que las cosas funcionen a la manera de uno. Eso significa dejarse de pendejadas: entender que las reglas del mundo, que es tu mundo, se deciden en primera persona singular. El que piensa y siente y decide eres siempre tú, y eso no te convierte en un individuo especial, sino solamente en una persona más.
Entonces descubres que Chuck Palahniuk tal vez tuvo razón al escribir Fight Club, descubres que las palabras que puso en boca de Tyler Durden todavía cachetean: “No eres tu pega. No eres la plata que tienes en el banco. No eres el auto que manejas. No eres lo que hay en tu billetera (…) No eres especial. Tampoco eres un hermoso y único copo de nieve. Eres la misma materia orgánica en descomposición que conforma el resto mundo. Somos parte del mismo montón de abono, somos toda la mierda cantante y danzante del mundo”.
Somos parte de la misma mierda, es decir, del mismo saco de abono. Y mientras nos deshacemos trabajando o estudiando, perdiendo el tiempo o estrujando las horas, también nos convertimos en compost: tierra de hoja para el cultivo de organismos que, más temprano o más tarde, terminarán formando parte ese mismo abono, es decir, de la misma mierda. Bien, ¿Pero entonces qué? ¿Cómo aprender a ser hombre ahora que George Michael ya se nos murió? ¿Qué tipo de mujer deberías ser después de #niunamenos y Donald Trump? Quizá las preguntas esas sean menos urgentes de lo que creía. Tal vez haya en youtube tutoriales que enseñan a resolver cuestiones de identidad sexual y de género. Seguro que sí.
En cualquier caso, se supone que la tarea es pensar: desmontar los prejuicios que uno siempre acarrea en la cabeza, y resolver, decidir, responder por cuenta propia y ojalá sin errar. Evitando esa fácil salida existencial: la trampa de sentirse único, distinto a todo el resto, especial.