Por Javier Manríquez Piérola
Es como una pesadilla, esa sensación de lo macabro, de lo enfermizo, de lo inescapable, lo que uno cuestiona y entonces despierta, pero en este caso falta esa última parte.
Vivimos en una dictadura, es real, pasó, está pasando, el viernes no pero el sábado sí. Carabineros entrando y sacando dirigentes de sus casas. Un trabajador murió de un disparo en la cabeza, esperando la micro para volver de Puente Alto a Estación Central. Dicen que no fue un militar. Dicen.
Un joven denuncia cuerpos colgados en el Metro. Dos jóvenes están desaparecidos desde el sábado. El Instituto Nacional de Derechos Humanos narra cinco personas muertas por agentes del Estado: disparos, golpes de lumas en el cráneo y tórax, atropellos. Hay videos de gente gritando y llorando, pidiendo humanidad. Toda mi vida escuché relatos de esto y parecían historias de terror, ahora está pasando y cuesta creerlo, cuesta dimensionar el peligro y la muerte cotidiana.
¿Estamos todos viendo lo mismo? No son palabras sueltas, quince personas murieron y ya no se puede volver atrás.
¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo es que hay toque de queda después de 30 años? ¿A qué le tenían tanto miedo? El Presidente no ha dicho ni una sola palabra a las familias de los que mataron. Militares en las esquinas y gente con cacerolas. Sé que no es nuevo y que en Chile ocurre hace décadas.
Cuesta someterse: esta es la realidad. Aunque renuncien los ministros, renuncie el Presidente, ya tienen sangre en sus manos y todos lo vimos, todos lo grabamos, los viejos reciben ochenta lucas para comer y la respuesta fue “tomen veinte más”. Dios mío. Que no se nos olvide. Cuando esto se acabe, no vamos a poder volver a ser los mismos.