Y yo tengo algo que contar.

En esta época comienzo a sentir el aroma de los bloqueadores y protectores solares pasearse por las calles de Santiago, la gente camina ligera de ropa tratando de capear el calor, se encierran en sus cuerpos y se quitan lo pesado para no morir en el intento de salir a trabajar en las mañanas calurosas de su vida adulta joven.

De alguna manera este olor me ayuda a viajar a un pasado que poco tiene que ver con Santiago, que poco tiene que ver con el trabajo y que nada tiene que ver con la vida adulta joven de mi generación.

La playa era un arcoiris de diversidad corporal, trajes de baño de todas las formas, botes artesanales que daban sustento a todo el pueblo donde crecí durante el año, durante el invierno, esa época fría en la que todos se olvidaban del balneario de Dichato.

Estos veranos eran mi versión de diversión en grupo, con primos, amigas y desconocidos jugando taca-taca después de llegar de la playa y tomar once para volver a juntarnos todos. Nadie esperaba nada. Teníamos 12 años y con la plata que nos dieran, unos mil pesos, salíamos a pasear y a comprar sorpresitas en las ferias artesanales cuyos productos estaban lejos de serlo. Burbujas de jabón, cartas Pokémon o Yu-Gi-Oh, naipes españoles, poleras del Che Guevara y artículos tan chinos que nadie se preocupaba de traducir.

Esa época de las compras grandes con poca plata, de la diversión sin necesidades neoliberales y de placer ingenuo. Con $500 comprabas diez helados de leche. Con helado en mano, veíamos tele. Y teníamos la playa para nosotros. Uno que otro ciber-café iba naciendo, computadores con velocidad de Internet mínima. Así comenzó mi adicción a Internet, lento pero firme, a leer lo que encontrara, a jugar on-line, a buscar todo, a encontrar soluciones a problemas que me causaba estar en el computador y no saber hacerlo funcionar perfectamente.

Ahí descubrí, también, los chats. Conversar era más fácil, rápido, divertido, sin tantos nervios. Tenía ya unos trece años y esos chats como Terra, LatinChat u otros eran divertidos.

La prima con la que compartí la mayoría de mi infancia iba conmigo a esos cibers y también chateaba. Nunca nos supervisó un adulto. Tenía su primer celular, un Nokia negro de pantalla monocromática verde con letras negras también y una pequeña antena. Le dio su teléfono a un desconocido que la llamó un par de veces desde Santiago para decirle buenas noches.

Yo, mientras tanto, no me afirmaba a ese tipo de relaciones, prefería conversar y buscar respuestas a preguntas que nunca me atreví a hacer. “¿Cómo pelar una naranja fácilmente?”, “¿Cómo borrar tinta de lápiz pasta en mi delantal?” , “¿Por qué los lápiz scripto se llaman lápiz scripto?” y cosas así.

En esos chat encontré los primeros grupos de conversaciones entre hombres gay. ¿A quién le iba a preguntar sobre este tema? No tenía a nadie y aún no existe nadie en mi familia con la que pueda conversar sobre esto.

Estaba hablando con un chico que decía tener 19 años, de La Serena, estudiante de enseñanza media (yo no me hacía tantas preguntas a mi mismo como para dudar de su edad versus el año escolar que cursaba), y se declaraba gay con un nickname que probablemente era algo así como “Chico19LS”. Nada muy original ni tampoco tan divertido como ahora mismo me gustaría que fuera.

Con él conversé por primera vez sobre ser gay, sobre qué era lo que seguiría en mi vida. Claramente no como una regla sino que esas múltiples posibilidades que te da y te quita ser gay y estar carente de los privilegios heterosexuales.

Pero tenía miedo. Me seguía dando miedo. Miraba para todos lados. Eran computadores que sólo se separaban con el fin del escritorio y el comienzo del otro. Sin cabinas, todo abierto, muy limpio y muy higiénico en el garage de un niño que después terminó convirtiéndose en neo-nazi con ayuda de mi vecino del frente que constantemente tiraba CDs con dibujos de hombres practicando sexo oral a la terraza del segundo piso de mi casa.

Antes de buscar el término gay y encontrar porno duro de hombres con cuerpos inflados en músculos, rubios, blancos y muy adultos fingiendo tener 23, hablé con Chico19LS. Fue muy amable, pero yo no. Conversamos horas y ante la duda sobre mí mismo y el fin de mis minutos le dije “no soy gay, te he estado mintiendo, chao, hasta nunca”, o algo así o más mala onda.

Con el tiempo fui entrando a otros chat. Con la cabeza más segura sobre otras cosas que iba conociendo en otros lados de Internet. Sobre mí mismo también, sobre mis gustos, sobre estar escuchando música, viendo películas, estando solo y acompañado, sobre empezar a decirme soy gay frente al espejo y, en lo que ahora pienso, a ejercitar mi identidad, irme soltando, aprender a no tener miedo, pero a vivirlo también, no desconocerlo.

En la radio sonaba En el 2000 de Natalia y la Forquetina, después Julieta Venegas, después Alanis Morrissette y Dido. Me movía al son de un cover frente al espejo de White Flag cantado con el peor de los estilos, los tacos de mi tía y los vestidos de mi mamá, la puerta con seguro y las cortinas cerradas. Como cualquier otro escapismo gay representado en alguna película.

Ya no es necesario seguir buscando lo que soy, sino que ir descubriendo quién soy. Sé que no soy hombre, que no soy gay, pero que tampoco soy una mujer o una lesbiana, menos que soy heterosexual. Tengo género, pero no es un género binario.

Sé que no soy hombre, pero me construí como tal, sé que habito un cuerpo gordo que puede ser tachado como masculino. Uno está constantemente saliendo del clóset en todos lados. No será la última vez que lo haga y no será la última vez que en el aire viaje ese olor a bloqueador solar que nos recuerde los caminos que hemos viajado.