Camila Flores emplea su ignorancia como una bandera de su propia identidad. Ella quiere levantar la bandera del orgullo imbécil y pasearse en un carro alegórico repleto de hechos alternativos. A ella, no le importa estar en nuestro ruedo (porque no va a estar en un lugar donde siempre la desacrediten). Ella prefiere inventar su propio ruedo y desafiarnos.
La peor ignorancia y la más peligrosa es aquella consciente: la persona sabe q no sabe, pero no le importa, es más, lo considera un plus. E inventa para llenar ese vacío y lo considera legítimo. Cree q le basta querer q sea verdad para q lo sea. Y así arma y vende su discurso. https://t.co/PaWedak4uy
— Juan Pablo Figueroa (@La_Desdemona) October 17, 2018
El filósofo francés Didier Éribon teoriza en Regreso a Reims (Libros del Zorzal; 2016) sobre cómo la educación se convierte en lo que él llama una «máquina de eliminar».
Para el autor, la educación se convierte en una forma de distinción que segrega y determina orígenes sociales. Incluso, cuando los excluidos sociales logran torcerle el brazo al destino, la exclusión se mantiene. “Las clases desfavorecidas creen estar accediendo a las posiciones de donde antes se las excluía, pero para cuando acceden a ellas, dichas posiciones ya han perdido el lugar y el valor que tenían en un estado anterior al sistema”, dice el autor en su libro.
Cuando los excluidos sociales llegan a la universidad, la universidad pierde valor como distinción en sí misma. No obstante, el conocimiento acumulado continúa siendo el sello diferenciador entre quienes sí entienden las reglas y quienes no. Las reglas son esa construcción de los sectores privilegiados de la sociedad para poder afirmar el estilo de los tiempos: entiéndanse la moda, las palabras correctas que hay que usar socialmente, el estilo y el decoro.
Ahora, me saldré de Éribon para continuar un argumento sobre su premisa.
Pensemos que esas reglas que alguien prescribe generan un adentro y un afuera. Hay un alguien que determina las reglas, hay otro alguien que las sigue («Dedicated follower of fashion», The Kinks dixit), hay otro alguien que las considera indiferentes y hay otro alguien que las aborrece. Ese último alguien aborrece esas reglas porque no tiene cómo empezarlas a comprender ni cómo abordarlas. Las aborrece porque esas reglas están más allá del alcance de su conocimiento.
Entender esas reglas son años de escuela que no se tuvieron, son conceptos que los maestros no enseñaron, son libros que no estaban en los hogares de los padres, son hábitos que no se cultivaron. Las reglas son brechas resentidas.
El expulsado de la máquina de eliminar resiente su posición de ajeno. Y comete un desafío que nos parece escandaloso.
Primero, el expulsado establece arbitrariamente que el conocimiento™ es un territorio. En lugar de considerar el conocimiento como una serie de discursos interconectados que explican el contexto de la realidad, el expulsado se declara objetor de conciencia. ¿Para qué el expulsado querría declararse partícipe de un acuerdo que no lo incorpora, que de antemano lo considera un ignorante, un excluido?
El expulsado prefiere considerar el conocimiento™ como un territorio del cual no se siente parte y le pone tarifa de creencia. Pensemos. ¿Cuánto vale un discurso? Lo mucho que pueda costar derribarlo; métodos más, métodos menos. ¿Cuánto vale una creencia, en cambio? Dos pesos; es algo subjetivable y caprichoso. ¿Qué gana el expulsado haciendo esto? Bajar el conocimiento a su pequeña altura.
Las escuelas son máquinas de eliminar. El conocimiento es selectivo de la misma forma: es otra máquina de eliminar. Si el excluido renuncia a participar del conocimiento, ¿por qué no podría sentirse con el derecho de inventar su propia verdad, su propia interpretación de la realidad, su propias ideas que cierren las explicaciones de los problemas de su pequeño mundo? Para nosotros, son ciencia ficción; para ellos, son una justificación necesaria.
Adhieren a esa emancipación aberrante porque les da identidad. Los excluidos se hermanan. Ahí van los que solo llegaron a cuarto medio en liceos precarizados, los que se anotaron en carreras dentro de universidades sin acreditar, los que se sintieron obligados a desertar cuando llegaron a carreras más selectivas. Todos esos quieren una identidad acogedora frente a la máquina que los expulsó.
Miran la máquina como una cueva donde están preparando la próxima conspiración para dejarlos como imbéciles.
El repertorio creativo de los expulsados puede ser la bolsa mágica del gato Félix. Puede contener los argumentos más disparatados sobre la realidad. Critican la ciencia que respalda las vacunas porque no son capaces de entender la medicina que las justifica. Debe haber un atajo. Los científicos hablan en jerigonza porque deliberadamente usan sus conocimientos para expulsarnos, para dominarnos. Si nos quieren dominar, nos emanciparemos: haremos una revolución antivacunas.
Queremos ser libres del conocimiento que se apropió el otro.
El ignorante quiere ser libre, pero dentro de una libertad que él mismo quiere dibujar.
El ignorante quiere ser el alguien que determine las reglas. En su calidad de expulsado del conocimiento™, él no quiere racionalidad ni métodos. El excluido quiere determinar las reglas por mayoría de votos. El ignorante quiere identidad. Mira a hombres que se visten de mujer (sic) y que dicen que son mujeres (¡sic!). Los mira decir que esa es su identidad.
El ignorante quiere sentir esa misma libertad de decir que sus conocimientos son igualmente válidos porque los siente válidos. Quiere usar la misma proclama identitaria de las izquierdas para poder decir que todos tienen conocimientos diversos, acordes a lo que puede producir una universidad sin acreditación.
Por eso, el excluido no dice mentiras, sino que presenta hechos alternativos. No tiene argumentos contrastables, sino que prefiere escribir el Génesis luego de cada pregunta. Necesita justificar su ignorancia en una paranoia conveniente.
No le remuerde decir una falsedad como que la Brigada Ramona Parra mató gente.
No le remuerde porque su opinión opera al nivel de la especulación.
Si la verdad le pertenece a otro, entonces el otro me quiere hacer creer algo. En consecuencia, la responsabilidad sobre mi libertad me obliga a sentir legítimo derecho de dudar. Por eso, el expulsado prefiere establecer una aberración.
En su imaginación, el expulsado cree estar emancipándose de los discursos oficiales.
Camila Flores emplea su ignorancia como una bandera de su propia identidad. Ella quiere levantar la bandera del orgullo imbécil y pasearse en un carro alegórico repleto de hechos alternativos. A ella, no le importa estar en nuestro ruedo (porque no va a estar en un lugar donde siempre la desacrediten). Ella prefiere inventar su propio ruedo y desafiarnos.