Me gusta el crujir de las hojas muertas bajo mis pies cuando salgo a caminar. Incluso me agrada la palabra “marchito”, porque soy un otoñista confeso.

El verano tiene a los denominados veranistas como sus defensores y, por su parte, el invierno tiene inviernistas de su lado. La primavera, en fin, no necesita de tener un grupo que la apoye, porque se divide entre los adictos al amor, los que están siempre inspirados para escribir historias románticas y los que se quieren suicidar porque no pueden soportar todo eso. Es, también, el inicio de una nueva etapa, con los árboles llenos de hojas verdes y pajaritos nuevos. Es un renacer. El invierno, en contraposición, puede ser ese periodo de reflexión previo a resucitar, pero es el otoño la estación en la que se bota todo lo que no queremos mantener para lo que viene. Para mí, el otoño es el primer escalón que me dirige hacia  a un nuevo inicio que, tal vez, comienza en primavera.

Soy otoñista, y uno muy orgulloso. Alucino con su temperatura, esa que nos trae de vuelta las chaquetas a nuestras espaldas y a una que otra bufanda. Disfruto de esas lluvias, cada vez más esquivas, que tiñen de verde y rojo el suelo de las esquinas cuando se mezclan con las luces que vienen de los semáforos. Me gusta la imagen que crea en la calles, sus hojas marchitas, y a veces húmedas, que interpreto como el centenar de cosas que debo dejar del año que ya comenzó, pero que recién dejo pasar.

Año a año hay situaciones, cosas y personas que quizás nos marchitaron más de lo que permitimos y que en el otoño asumo que las debo olvidar. Esas “amistades” tóxicas, esas rutinas venenosas que nos atrajeron como droga, pero que ya uno empieza asumir que era poco y nada el beneficio que nos traían. Dejarlas ir.

Me gusta el crujir de las hojas muertas bajo mis pies cuando salgo a caminar. Incluso hasta me gusta la palabra “marchito”.

Tengo un vicio, sí. Uno sano, creo. Salir todas las tardes, o a veces por las noches, a caminar cuadras sin rumbo a descubrir nuevos rincones, siempre acompañado de un buen playlist o de esa canción que te trastorna por un momento y que escuchas en un loop infinito. Ese placer a máximo volumen, en la intimidad de pensar lo que quieras de manera musicalizada acrecienta mi pasión en otoño. Siento más la música, la siento propia, y le pone una melodía a mis días y a mis pensamientos.

El café sabe mejor y  hay más posibilidades de compartir uno bueno con los amigos. El casi frío invita a contemplar una taza humeante entre las manos. Me gusta Santiago en otoño, me gustan los colores que toma la capital, lo caminable que se vuelve después de meses de verano que hacen de esta ciudad un infierno de calor; uno que rebota de las paredes invadiendo sombras que se vuelven inútiles porque no logran cumplir con la función de refrescar.

Me gusta ver como se mueve el pelo de la gente en la calle por el viento sorpresivo, como agachan la cabeza buscando mantener tibio sus cuellos. Ver como mezclan aún los lentes de sol, para esos rayos que aún se escapan entre las nubes, con ropa más abrigada.

No sé ustedes, pero estoy más propenso a enamorarme en otoño que en cualquier otra estación. A veces siento las estaciones como escenarios, cuadros de películas, y el otoño vendría siendo el ideal para mí, en el que me expongo de manera natural y mucho más tranquilo. Tal vez por la temperatura que, como dije antes, me es perfecta. Tal vez porque es el momento en el año en que me desintoxico, el espacio temporal en el que comienzo a barajar nuevas oportunidades y disfruto de este proceso. La estación en donde dejo morir lo malo para ver que pasa después. Dejar caer algo de nuestra piel como los árboles se desprenden de sus hojas para que miles de anónimos las pisen contra el cemento y así volver a empezar en otro momento.