El costo humano y medioambiental de su producción, cercano en cada vez más casos a la extracción de diamantes en zonas de conflicto, debería plantearnos cuestionamientos éticos profundos, aquellos con los que lucha la gente que no come carne.

Por Pablo Acuña

Un aspecto integral de la experiencia que es vivir -y comer- en nuestro país es la palta. Casi un derecho de nacimiento, nos acompaña en tostadas, ensaladas, sándwiches y preparaciones varias. Un completo podría no tener tomate, pero la ausencia de palta provocaría llamar a la policía, quienes sin duda en su prudencia usual fusilarían al culpable sumariamente. Luego de Luis Miguel, es el mejor regalo que México le ha dado al mundo, y aunque antiguamente era un reemplazo de verano a la mantequilla en una era en que la refrigeración no era común, hoy la palta es un fenómeno global.

En nuestra sociedad post industrial, es la explicación para que la gente joven no tenga viviendas propias, ya que han invertido todo su modesto capital en avocados, los que valen más que los embutidos, quesos o carnes que usualmente acompañan.

En este relativamente reciente alto estatus, reflejado en su condición de nuevo lujo, se manifiesta incómodamente la sensación que quizás no todo esté bien en nuestra inmediata realidad.

Se necesitan casi 400 litros de agua para producir un kilo de paltas, muy por sobre los 170 que consumimos per cápita en Chile. La casi permanente sequía, conocida y sobre la cual no vale la pena ni es pertinente expandirse, en ciertas zonas se vincula directamente a la producción de paltas, y estos territorios hoy han visto desaparecer su agua para satisfacer las necesidades de Antoni de Queer Eye, quién según el Instituto Nacional de Estadísticas representa el 23% de las exportaciones nacionales de paltas al exterior y probablemente tiene una huella de carbono mayor que la de un país modesto. El costo humano y medioambiental de su producción, cercano en cada vez más casos a la extracción de diamantes en zonas de conflicto, debería plantearnos cuestionamientos éticos profundos, aquellos con los que lucha la gente que no come carne, y sin embargo aparte de quejarnos por su elevado precio, sólo votamos con nuestro dinero y tomamos once como si Chile dependiese de ello, proposición no ausente de siniestra verdad.

Pareciese ser que en la moda encontramos respuesta a esta contradicción. Su intenso color verde es un foco de atracción para nuestra era visual, y en las redes sociales, espacios de marcas personales, las paltas sin duda aumentan la exposición del Yo producto. Podremos ser relativamente ignorantes, sufrir de pobre salud física y mental, vivir vidas solitarias, rutinarias y sin propósito, y en ese mar de ennui una fotografía de una tostada con palta es la máxima ostentación de felicidad y logro real, un puerto seguro en el cual todos nos unimos, conectamos y establecemos un diálogo fructífero y satisfactorio.

La palta pareciese ser la cura a la atomización social, y en un tiempo de ascendente fascismo la solución pareciese estar en esta fruta, la cual debiesen regalar en los sindicatos, juntas de vecinos y consultorios y así entenderíamos que vivimos todos juntos en el mismo territorio y tenemos responsabilidades los unos con los otros, logrando a través de la comida lo que ningún gobierno ha logrado conseguir.

Es interesante percibir que la palta contiene multitudes. Puede ser modesta, molida torpemente en un plato normal, parte de una merienda de tarde acompañada de una taza de té; o puede ser la ostentación de una rosa verde en un pan de masa madre, ornamentación comestible que sólo se explica si la fotografía es mediadora. En su ausencia, para la cual deberíamos comenzar a prepararnos, nos quejamos de los sucedáneos que encontramos en las estaciones de servicios, y nos ofende de una forma que la margarina nunca inspiró. Podemos perder todas las batallas, pero perder la palta sería lo que nos quebrase como personas y como nación, y en nuestro trauma envejeceremos amargados, tristes, nunca más sonriendo al verde en otros paisajes culinarios.

Recuerdo la segunda guerra de Irak, los bombardeos en la televisión nacional y los comentaristas anticipando las guerras del agua. Hoy, cumpliendo la naturaleza cíclica de la moda, continúan las guerras petroleras y los conflictos del agua parecieran ser focalizados, pequeños pero brutales. Quizás en un futuro no muy lejano, una vez superada esta absurda obsesión por los restos petrificados de dinosaurios, nos concentraremos en las cosas por las que realmente vale la pena pelear, y durante esa guerra de las paltas recordaremos con emociones difíciles esta era casual, donde estos árboles pasaron a valer más para la sociedad que las vidas humanas, y luego saborearemos amargamente un hot dog con palta falsa en una Petrobras.


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