Por Vicente Matta.

Leer el diario robado en la cama luego del almuerzo y la caña. Ayer fue Queens of the Stone Age. Suena el teléfono: El cambio de horario. Mierda. A correr a la micro. Atrasado. Dónde quedaba el Teatro Municipal, recuérdalo. Correr por las calles. Atravesar las puertas, cortar el ticket 10 minutos ya comenzada la función. A mi asiento escoltado por una gentil dama de uniforme rojo y a sentarme, sin hacer el menor ruido, y ahí, Philip Glass, frente al piano de cola ahora suyo, bajo el spotlight fílmico. Calma. Ya estoy dentro.

Intimidad. Cercanía. Emoción. El maestro retraía incesantes oleadas de melodías componiendo imágenes que sólo crecían para hacerse más fuertes, más intensas. Nosotros sentados como si estuviésemos espiándolo por alguna ventana hacia su estudio, hacia su intimidad, conmovidos por su fuerza, mirándolo crear, abstraído y último. Completo. Escuchando absortos en un implacable silencio, todos dentro de la boca del lobo. La distancia entre el compositor y el público se reducía a una velocidad increíble. Osmosis. El privilegio de escuchar al creador de composiciones tan conmovedoras como poderosas en su voluntad, fue una ilusión cumplida para los que conocemos su obra. La incontrolable energía inundaba el lugar y las lágrimas involuntarias de los presentes acusaban el compromiso y la empatía. Un despliegue de música docta en su plano más contemporáneo y febril fue Philip Glass esa noche: el retrato hacia una dulce angustia sentida por la imagen de lo que se ha perdido y que sigue estando ahí aún, latiendo.

Los que decidimos entrar en ese espacio total, todos quienes tuvimos la suerte de atravesar esta experiencia junto a la de Queens of the Stone Age, junto a la de Rage – en un fin de semana demencial-, no notamos la diferencia ni en intensidad, ni en nivel de pasión, ni en relación a la fuerza vital emitida al evaluar el poder de estas composiciones en vivo. Pero debo dejar algo en claro: los que fuimos a Philip Glass, a diferencia del resto, salimos distintos.