Ante la nueva normalidad y la imposibilidad de hacer clases virtuales, en plena pandemia la profesora Cicilia Gatica decidió emprender una difícil misión: viajar en caballo hacia altos sectores de la cordillera andina, en tramos de más de ocho horas, recorriendo las casas de sus alumnos y alumnas. Su historia evidencia la precariedad del sistema de educación pública que viven miles de niños y niñas en Chile: el no tener herramientas tecnológicas, acceso a internet y, algunas veces, contención emocional de sus familias. Ella hace todo lo que puede, con lo que tiene.
Producción por Juan Cruz Giraldo.
Juntas de Valeriano es un pueblo que está a casi 300 kilómetros de Copiapó, en la comuna de Alto del Carmen. Con 117 habitantes según el Censo de 2017, este caserío ubicado en la precordillera de la provincia de Huasco es tierra de tejedoras diaguitas, crianceros y productores de queso de cabra. Entre cerros, quebradas y ríos se levanta la Escuela Sara Cruz Alvallay, colegio que además de ser multigrado (a los niños de primero a sexto básico se les hace clases juntos), es unidocente.
Cicilia Gatica (52) es la única profesora del establecimiento y los alumnos dependen 100% de ella y su labor. Para ser más precisos, sin su trabajo los 21 estudiantes del único colegio a 22 kilómetros a la redonda habrían quedado completamente marginados del sistema educativo, incluso antes de la pandemia. Por lo mismo es que arriesgó todo -incluso su propia vida- con tal de que los niños que no tenían internet o que se marcharon por la temporada de arriado hacia la Cordillera de los Andes no se quedaran atrás.
Ante la encrucijada de suspender las clases presenciales definitivamente y mudarse a Zoom, o arreglárselas para no agobiar a las familias de los niños que confían en su trabajo, prefirió la segunda opción. “Yo no estoy dispuesta a estarle dando problemas a mis apoderados”, afirma Cicilia.
La brecha tecnológica en Chile es brutal y la pandemia dejó esto claro: uno de cada tres colegios no tiene conexión a internet. Son, en total, 2.680 recintos, el 47% rurales, donde las clases online son imposibles de realizar. Y la Región de Atacama, donde Cicilia hace clases, es una de las regiones con la menor cobertura en la provisión de educación a distancia por parte de los colegios, con tan solo un 19% según cifras del Mineduc.
Gatica cuenta que su carrera a caballo haciendo clases en las montañas empezó como una broma que agarró demasiado vuelo, igual que un corcel galopando a toda velocidad por los campos del Norte.
“Espérense no más, póngame el caballo aquí y me voy al tiro”, exclamó decidida Cicilia Gatica cuando en julio del 2020 varios de sus apoderados le avisaron que por pandemia y la temporada primaveral, viajarían con sus hijos a la montaña y que allí, en altura, los niños y niñas no tenían internet, ni las herramientas para seguir con sus clases a distancia.
Cuando el clima mejora en los valles durante la primavera y el inicio del verano, las familias de Juntas de Valeriano emigran hacia la Cordillera para criar a sus animales. La actividad que sostiene los hogares del sector es la crianza del ganado y las cabritas, y los meses en los que las temperaturas son más cálidas y los frentes de mal tiempo son esquivos, son vitales para los crianceros de la zona.
Antes de la pandemia ya era una costumbre arraigada que los padres se llevaran a los niños durante las vacaciones, pero el año pasado la situación fue distinta, el confinamiento y el distanciamiento social alargó el ausentismo escolar. Y eso implicó que Cicilia tuviera que tomar decisiones drásticas y salir a cabalgar.
De no haber tomado esta decisión, cuatro de sus estudiantes habrían formado parte de las críticas cifras de abandono escolar en pandemia, que el Ministerio de Educación estimó en al menos 40 mil niños, niñas y adolescentes.
Mediante un puerta a puerta, Cicilia le preguntó a cada una de las familias que componen su escuela qué les parecía la idea. Una vez acordada esta nueva modalidad de clases, una de ellas se ofreció a llevarla y traerla a caballo cada fin de semana, por todos los meses que fuera necesario. Este plan duró poco, porque tras los primeros viajes el caballo se enfermó. Sin tener cómo irse, es que Cicilia habló con un hombre del sector que también es arriero para que la sumara a sus travesías hacia las alturas. Él aceptó, y ella se comprometió a pagar las herraduras y el heno que fueran necesarios para mantener al caballo en buenas condiciones.
Con una mula de carga y ayudando a arriar el ganado del hombre que le facilitó el animal, es que Cicilia Gatica logró llegar a los ranchos cordilleranos de sus alumnos prácticamente todos los fines de semana de julio de 2020 a enero de 2021.
Para ir a la Cordillera no hay un camino vehicular. La ruta que hay que emprender hacia las alturas es un camino arriero que se empina entre quebradas y valles secos que asoman algo de verde entre tanta loma color cobre. La vista desde la única sala de la Escuela Sara Cruz Alvallay es majestuosa: hacia el horizonte sólo se ven cerros. Cuando el sol empieza a guardarse, estos se vuelven rojizas y el paisaje pareciera ser un pedacito de Marte. “A esa quebrada iba a ver a una niñita, en esa visitaba a otra, y en esa tenía a otra más”, señala Cicilia mientras apunta hacia las lomas que rodean el terreno en el que un vecino del pueblo erigió esta pequeña escuela rural en 1974, ante la inexistencia de un lugar para educar a los menores de la región.
Para subir llevaba más cosas para los niños que para ella, admite entre risas. Cargaba dos mudas de ropa y los materiales necesarios para las clases, y algunas veces llevó encomiendas a las familias que lo necesitaron. Cuando a inicios de la pandemia el gobierno implementó la campaña Alimentos para Chile, Cicilia viajó ocho horas galopando con la caja de mercadería a cuestas.
Dependiendo del lugar al que iba y las condiciones del clima, la travesía podía durar de 3 a 10 horas. Las clases las hizo muchas veces a la intemperie, porque las familias allá arriba viven en chozas de piedra, ramas y musgo que los protegen de los vientos y el frío cordillerano.
Los meses que duró la modalidad de las clases a caballo, se organizó de la siguiente manera: durante la semana hacía clases en la escuela y los viernes emprendía camino a la Cordillera a visitar a una de las cuatro familias que estaban asentadas allá. Ahí enseñaba lenguaje, matemáticas y arte (las materias que por la pandemia el MINEDUC estableció que había que priorizar), y dependiendo del clima es que bajaba de vuelta a Juntas de Valeriano el domingo en la tarde o el lunes por la mañana.
Ser docente en la ruralidad
Si no fuera por la Escuela Sara Cruz Alvallay, los 21 niños que hoy asisten sagradamente a las clases de Cicilia tendrían que trasladarse a otra localidad para poder estudiar. Día por medio un bus baja al pueblo de El Tránsito, que está a 49 kilómetros de distancia. Si no hubiera un colegio en Juntas de Valeriano, dice Cicilia, sus niños tendrían que tomar la micro en la mañana y buscar un lugar donde quedarse por las noches, porque no podrían volver diariamente a sus casas. Es más, cuando los estudiantes pasan a séptimo básico, tienen que viajar sí o sí, porque la Escuela Sara Cruz Alvallay sólo tiene de primero a sexto.
El acceso a otros servicios básicos también es complicado para los habitantes de Juntas de Valeriano: recién desde el 2000 es que cuentan con una posta rural en la que atiende una técnico en enfermería que sólo brinda primeros auxilios. Si hay una emergencia médica, los pobladores deben ser trasladados al CESFAM de Alto del Carmen que se encuentra aproximadamente a 70 kilómetros. El hospital más cercano está en Vallenar, a 111 kilómetros del pueblo en que viven Cicilia y sus alumnos. Allá tampoco hay comisaría, menos un cuartel de bomberos. La señal de telefonía llega apenas al sector en el que se encuentra el colegio, por lo que aunque quisiera, sería imposible hacer clases por zoom con todos sus alumnos debido a que todos están repartidos en diversas partes del valle.
La manera en que la profesora mantiene la escuela funcionando es a través del programa SEP (Subvención Escolar Preferencial). “Con esa plata le compramos todo a los niños, lápices, gomas, sacapuntas. Tienen de todo acá. Jamás les voy a exigir algo que ellos tengan que comprar”, explica la docente. Si por alguna razón la subvención no alcanza, Cicilia no lo piensa dos veces y gasta de su bolsillo.
Gatica no es sólo la única profesora del establecimiento. También hace de directora, jefa de UTP, psicóloga, trabajadora social y hasta de “tía del aseo”, menciona. Recién este año es que “gracias a Dios” desde la Municipalidad contrataron a una auxiliar que la ayuda a mantener todo limpio. Antes de eso, cuando terminaba de hacer sus labores a las 8 o 9 de la noche, tenía que preocuparse además de dejar todo impecable.
La situación económica de sus alumnos no es la mejor, y por lo mismo es que prefiere “no darles más preocupaciones de las que ya tienen”. Además de la subvención que recibe desde la Municipalidad de Alto del Carmen, Cicilia se armó toda una red de apoyo con personas de otros lugares para juntarles ropa, llevarles regalos y organizarles actividades donde puedan distraerse ellos y sus familias. Para ella lo que más le hace falta a estos niños y sus padres no son los recursos económicos, sino que apoyo socioemocional. “(Si no fuera porque hice lo del caballo) los niños no iban a recibir atención de nadie”, declara.
Sumado a que en el pueblo casi no hay señal -y que esta es inexistente en la zona cordillerana-, está también el hecho de que las familias que conoce no tienen cómo pagar un plan de datos para que los niños se conecten a Zoom. Algunos ni siquiera se manejan con la tecnología, lo que dificulta más las cosas. La única ventaja de que Juntas de Valeriano sea un lugar pequeño, cuenta Cicilia, es que el covid no ha sido una amenaza tan grande como en otros sectores del país. No han tenido casos estrechos, y como la población corresponde en su mayoría a adultos mayores todos se cuidan bastante. Por esto es que hoy pueden tener clases presenciales, pero también no les queda de otra.
La mujer detrás del personaje
Entre las clases presenciales, las que hace en las casas de un par de niños, las que realiza por Zoom y el trabajo administrativo que le exige el Ministerio, a Cicilia casi no le queda tiempo para ella. “Afortunadamente”, -admite mientras suelta una carcajada-, se separó hace veintitantos años y hoy está soltera: “Desde que me separé me dediqué a ser feliz”, cuenta con un atisbo de orgullo en la voz. Sus hijos ya están en los 30, y uno de ellos le dio una nieta que recién cumplió 6 años, su regalona.
Hace dos años eso sí su familia tenía a una integrante más: su mamá, a quien perdió luego de sufrir un largo y angustiante Alzheimer. Durante cinco años la vida de Cicilia se dividió entre su trabajo, la familia y hacerse cargo de su madre. Mientras estaba haciendo clases tenía a alguien que velaba por sus cuidados, y los fines de semana ella asumió sola ese rol. Durante las noches, recuerda, casi no dormía. Por su avanzada enfermedad, a veces su madre deambulaba por la casa y se levantaba de madrugada, por lo que tenía que mantenerse despierta. No importaba cuántas horas había pasado en vela la noche anterior, todas las mañanas se levantaba con una sonrisa para ver a “sus niños”.
Pareciera que esta mujer de ojos amables y espíritu jovial, fuera de hierro. No la desaniman ni los obstáculos, ni las condiciones precarias de la docencia. Tampoco la desalentaron los viajes de hasta 10 horas en el calor infernal de las quebradas, menos aquellos que hizo avanzando a caballo por la nieve de la Cordillera de Los Andes.
Cuando escucha al Ministro de Educación, Raúl Figueroa, decir en televisión que “están todas las condiciones para volver a clases”, igual asume que le da rabia. “Yo no soy nadie para decir si él está equivocado o no”, dice la profesora de 52 años, “pero a mí me gustaría que el Ministro se diera una vuelta por acá y recorriera Alto del Carmen. Yo lo traería cinco días a Juntas de Valeriano para que me diga si están o no las condiciones para darle clases a los niños. Yo sé que diría que no, estoy segura”. Pero no se detiene ahí: “como decimos aquí en el campo, otra cosa es con guitarra”, añade.
Ella entiende perfectamente también a los colegios de las zonas urbanas que dicen que no saber qué le pasó es ir a su casa a preguntar. Si ese niño está enfermo, se hace el tiempo de visitarlo y hacerle clases en su casa.
Cicilia Gatica no sabe si volverá a subirse al caballo este año. El que usó en sus primeros viajes se enfermó y terminaron vendiéndolo, y el otro era prestado por un vecino. Si tiene que volver a conseguírselo para emprender el viaje a la Cordillera de los Andes no lo va a pensar dos veces, de hecho extraña esos días de aventura. “Mis niños son mi motor, la razón por la que me levanto. A veces me preguntan, ‘¿tía usted me ama?’ y yo les digo ‘más que nada en el mundo’. Lo que yo quiero es que se sientan acogidos y queridos. Que se sientan importantes en el mundo” expresa emocionada.
Cuando le preguntan sobre el futuro que espera para la educación en Chile, con convicción, lo primero que dice es que su sueño es tener una educación gratuita y de calidad, como la que ella le entrega a sus alumnos. Está más que consciente de la desigualdad a la que sus niños se enfrentan en comparación a aquellos que tienen más oportunidades, y es crítica al respecto: “La realidad de Chile es que hay niños de familias terriblemente poderosas que están haciendo uso de recursos que deberían tener los niños que realmente lo necesitan”.