De pronto, se puso de moda un fenómeno agradable. Rostros de televisión que por alguna maldición o pacto con el Diablo parecían tener un cupo de por vida en los medios comenzaron a ser desvinculados de sus respectivos canales.
La cultura de la cancelación llegó al país para quedarse y entre otras cosas barrer con todo lo que está mal en la idiosincrasia chilena.
A los programas de farándula y los matinales que se apegaban a la “pauta noticiosa” de pelar a las personas por superficialidades mundanas, acosarlas, invadir sus vidas privadas y estar pendientes de sus relaciones personales, se les apareció de improviso la fecha de vencimiento. Y empezaron a apestar. La televisión abierta se enfrenta a un cambio generacional que no tolera discursos de odio ni las faltas de respeto, que condena el acoso, que no se ríe de los abusos ni está (demasiado) interesada en los pelambres.
En 2020, estos programas siguen existiendo sólo porque su público mayor y anticuado es la audiencia principal de la TV, pero envejece cada vez más, volviendo el modelo insostenible y sobre todo poco rentable.
Aquellos rostros de televisión piensan que todo el país los conoce. Les sorprendería enterarse que existe todo un público que no ve tele y no recuerda sus caras; con suerte les suenan sus nombres, y en muchas ocasiones ni saben quiénes son. Un público sub 20 -me atrevo a apostar incluso por sub 25- que dejó de consumir televisión, o simplemente nunca lo hizo, pero que está lo suficientemente atento en redes sociales para subirse al carro de cualquier funa que se filtre en Twitter.
Dices en televisión abierta a modo de insulto que Ana Tijoux tiene “cara de nana” y la gente te aborrecerá de por vida (never forget). Le cortas el pelo en vivo a un camarógrafo y en vez de reírse, exigirán tu renuncia. Hablas de “heterofobia” e insultas a la fabulosa Daniela Vega y las redes sociales te condenarán. Eres un degenerado y tu nombre se usará sólo para ridiculizarte, hasta que desaparezcas de los medios.
Muchos de ellxs se victimizan diciendo que “no pueden decir nada” y que reciben una “increíble cantidad de mensajes de odio” sólo por “dar su opinión”.
Bueno. Efectivamente, ya no pueden decir cualquier cosa en público, y efectivamente odiamos sus discursos porque no son “solo opiniones”. Odiamos que muchos sigan teniendo espacios en televisión, que les paguen sueldos estúpidos a personas que sólo han contribuido en construir una sociedad peor.
Que la televisión pague mal a todo el que trabaje ahí, pero mantenga contratos de cantidades incoherentes de dinero a algunos sólo por ser famosos es algo que la nueva generación no está dispuesto a aceptar sin derecho a réplica.
Dicen que somos de cristal y que estamos constantemente juzgando a las personas. Francamente, prefiero ser parte de una generación que juzga a otrxs por sus dichos y su mala ética, por su cuestionable calidad como persona y el paupérrimo mensaje que entregan a la sociedad, que por cómo visten, hablan o con quién se acuestan. Porque no estamos hablando de cantantes o artistas, estamos hablando de LÍDERES DE OPINIÓN cuyos discursos y actitudes generan un impacto social directo en la gente.
En algún momento fueron socialmente aceptables los discursos nazis, justificar la esclavitud, el maltrato infantil, incluso la inquisición. Las malas tradiciones son parte de la historia humana, y los cambios que los abolen usualmente generan resistencias.
En algún momento, una generación mayor creyó que rechazar y censurar esas convicciones era una exageración.
Lo mismo está pasando ahora. Lo que muchos boomers piensan que es un capricho juvenil por llevar la contraria, una ideología exageradamente moralista; mañana será lo obvio.
Llegará un punto en el que la dinámica que ha forjado la televisión por décadas, con un espíritu basado en el cahuín y donde todo es válido, donde los famosos son sólo rubios de clase alta discutiendo desde su burbuja, donde la licencia para emitir comentarios sexistas, clasistas y dañinos parecerá increíble.
Cuando esa “moralina extrema” de la generación z sea el piso mínimo de ética y comportamiento humano.
Un punto en el que nadie entenderá cómo una señora abiertamente pinochetista tuvo tanto espacio solo porque lo gritaba y se le respetaba por “ser consecuente” en su salvajismo. Quizá se estudiará en aulas como hoy se estudian los titulares de El Mercurio celebrando el golpe militar.
Llegará, tarde o temprano, ese momento en el que la cultura huachaca de Pablo Huneeus llegue a su fin.
Aviso: el comienzo del fin ya empezó.
Porque si no se dieron cuenta, la pantalla ya se les achicó.
Su intolerancia no será tolerada.