El tema de la semana sin duda ha sido como el clasismo más feroz ha pedido la palabra en el debate público, mientras un alcalde de derecha puso de forma improbable en la palestra y con una propuesta, el tema de la segregación habitacional.
El alcalde Joaquín Lavín anunció la construcción de una torre con más de ochenta departamentos destinada a viviendas sociales en el sector de la Rotonda Atenas, comuna de Las Condes. Con ello, la autoridad local busca dar solución al problema de déficit habitacional de las personas pobres que viven en la comuna.
La medida ocasionó rechazos de los vecinos.
(Desde ya, no me haré cargo del esnobeo de quienes hacen cuicosplaining contra los vecinos de la Rotonda Atenas. Me parece de mal gusto apuntarlos con el dedo afirmando que “la Rotonda Atenas no es (lo suficientemente) cuica». ¿A quién le es relevante menospreciar a otros vecinos «menos cuicos” por burlarse de otros vecinos pobres, como si fuera una carrera por quién tiene más tierra en las patas, parafraseando a la legendarísima Katiuska Molotov? Eso es una sutil forma de roteo, por lo demás.)
El rechazo de los vecinos tiene que ver con el rechazo a conocer otras costumbres, otros actos y otras reglas. Ellos, como muchos otros barrios que pierden su “pureza” de capital relacional, alzan la voz porque temen perder la plusvalía de estar todo el tiempo cerca de personas que consideran semejantes.
La segregación urbana ha generado barrios de separación y, como he dicho hasta el cansancio, esto también se trata de corporativismo.
¿Por qué? Porque nos acostumbramos a ubicarnos en barrios entre personas relacionalmente semejantes para poder articular códigos semejantes (formas de hablar, formas de trato, costumbres en general). ¿Y para qué lo hacemos? Para que sea más fácil (y más rápido) entre nosotros poder articular nuestras propias reglas. ¿Y qué aseguramos con esa certeza? Que seamos nosotros mismos quienes podamos fijar nuestras propias reglas… y que no nos demoremos innecesariamente (!) a comprender otras visiones de la vida.
Al final, de eso se trata el corporativismo: de que cada organización humana tenga la potestad de fijar sus propias reglas antes que el Estado, porque no cree que el Estado tenga el poder normativo de fijar dichas reglas. ¿Por qué? Porque los corporativistas consideran que el Estado es una autoridad entidad gobernada por alguien (es decir, personas), no por algo (es decir, instituciones). Creen que el Estado son personas que los pueden acusar discrecionalmente y no instituciones que les permitan asegurar la igualdad ante la ley.
Pues bien, el corporativismo inveterado en nuestra cultura se parece en cierto modo a la segunda enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, esa que asegura el derecho de los estadounidenses de portar armas. Es difícil cambiar el corporativismo porque tiene una suerte de valor patrio para quienes lo defienden.
El corporativismo es un principio que modela la idiosincrasia de un pueblo y que le asegura una libertad autoproclamada. Tal como la segunda enmienda, la ideología que nos atraviesa busca un mismo objetivo: mantener a raya a todo aquello que se considere desconocido, extranjero o socialmente contaminante.
Por eso, el rechazo de los vecinos de la Rotonda Atenas a la torre de viviendas sociales no se justifica solamente en la aporofobia, es decir, el rechazo al pobre. Se trata de una discriminación con sesgo corporativista.
¿Por qué resulta cómodo discriminar desde el corporativismo? Porque, primero, el relacionarnos entre afines y semejantes nos facilita la resolución de conflictos: es más rápido arreglar los problemas y no necesitamos de árbitros (¡oh, el Estado!) que resuelvan nuestros conflictos si podemos arreglarnos a puro honor de manada.
Segundo, porque dicho argumento nos permite vernos a nosotros mismos en jerarquías que son análogas a los niveles de un videojuego. Queremos tener la certeza de que estamos en el nivel 32 y así podemos soñar con seguir jugando hasta llegar al nivel 47 y poder decir que todo nos lo ganamos con nuestro propio esfuerzo (y si no fue con nuestro esfuerzo, al menos nos lo ganamos sabiéndonos bien los trucos del videojuego).
Ese rechazo esconde dos aversiones comunitarias.
Por una parte, esconde la rabia de tener que detenerse a escuchar a otras personas diferentes a “lo semejante” (a propósito, lean La expulsión de lo distinto del filósofo surcoreano Byung-Chul Han), lo cual dilata procesos de resolución de conflicto que en otras circunstancias se resolverían de manera mucho más breve, incluso intuitiva.
Por otra parte, desactiva la idea de que llegar a Las Condes es una suerte de triunfo social, como si se trata de un territorio conquistable basado en un videojuego habitacional.