Quizás nuestro apocalípsis anunciado radica en este simulacro de comunidad millenial impotente e impostada. Una generación que se vanagloria de una humanidad superior pero no se hace cargo de ella, sofocándose en el intento.
Por Juan Carlos Sahli
Los bombardeos en Siria y Afganistán , los atentados en Europa, el imparable y desquiciado de Drumpf. Hace rato que pesa un halo apocalíptico sobre nuestra conciencia del mundo. Y aquel millennial sabe que puede ver el documental Hypernormalisation en YouTube o bajárselo en uTorrent para deprimirse aún más, reafirmar su visión.
Los manoseados millennials somos la generación más conectada con este malestar
apocalíptico. Aún así encontramos canales para empoderarnos y alegrarnos. Los
atentados contra la diversidad de género y la igualdad de la mujer nos indignan, sobre
todo a los LGTBI, pero en vez de volvernos pesimistas, nos comprometen aún más con la
lucha. Por suerte aparecen hitos, cómo las marchas de la mujer tras la toma de mando de Drumpf, el Tetazo en Argentina y el gesto de los ministros en Amsterdam, que nos
ayudan a avanzar con refuerzos. Muy distinto a los demás conflictos mundiales en la era post-Aleppo, post-Brexit y post-Drumpf, dónde el único desarrollo pareciera ser un espiral irrevocable.o
Me llama la atención que sea siempre en la reivindicación de las minorías dónde
descansa nuestra esperanza. Mientras lo demás lo vemos desde una resignación aciaga.
Basta ver cómo algunos terminan abarcando un país entero con miras al tacho de basura.
Que se acabe Chile. No sólo las instituciones están podridas, si no el propio espíritu del
pueblo chileno. El pasto del vecino siempre es más verde. Por suerte llega una
contrarespuesta para demostrarnos cómo la incapacidad de ver matices se ha convertido casi en una pandemia generacional.
Hoy en día te encuentras con tantos medios en internet, desde páginas de Facebook hechizas a portales más connotados desde ilustradores talentosos a adictos al meme, que refuerzan esta extraña dicotomía. Sienten que el mundo no tiene remedio, pero les empodera denunciar la hipocresía del que odia ver a gays besarse a su vista y paciencia, o del que culpa a una mujer por haber sido acosada.
Todas cuestiones urgentes y necesarias de denunciar. El problema es creer que
nacimos ángeles impolutos, libres del pecado original, privilegiados por una conciencia
que nuestros alienados padres no tuvieron. Se nos ha caído el velo bajo el cual la
generación de los baby boomers se establecieron en el mundo, vemos a las elites y al
patriarcado cómo los grandes responsables de la cagada que hay en el mundo.
Converso con un amigo tras haber compartido un pito. Me habla de la decadencia
de Europa en el escenario de los refugiados. De una inminente tercera guerra mundial.
Intento apoyar la balanza hacia a un descrédito de su sentir apocalíptico. ‘’Pero siempre
existe la colectividad’’ es mi defensa. ‘’Mm’’, me mira con ojos impertérritos. La llama de su apocalípsis es tan fuerte cómo para consumir mi punto de vista, tampoco muy bien articulado, reducirlo a un optimismo sonso.
Es que hoy apenas se puede esgrimir un argumento convincente desde la colectividad, siendo ésta tan tangible y consecuente cómo un feed de Facebook. Ya que
de tanto blog, post de ‘’repudio’’ y conversación bajo humo de cannabis, al acto, pareciera haber un distancia abismal. El infierno siempre se encuentra a dos pasos de nosotros, en un futuro no muy lejano, a un plazo que sin embargo no podemos precisar.
Jamás bajo nuestras narices. El bombardeo incesante de opiniones por parte de nuestros pares nos convence que los millennials somos una comunidad de agentes de cambio que no discrimina raza, orientación sexual, ni origen social. Comparten bajo el mismo techo de la fiesta el activista queer, el editor de no se qué blog, el zorrón con ínfulas de libertario. Todos igual de atrapados en muros narcisistas de la identidad, en la dependencia por la pantalla touch, y en una superioridad moral compartida, alejada a cualquier posibilidad de debate.
No podemos conectarnos unos con otros a pesar de sentirnos conectados
generacionalmente. Y es porque penetrar las diferencias individuales, en tiempos locos
por la horizontalidad, es visto cómo amenaza. Claro, si la diferencia como tal se ha
confundido en sinónimo de diversidad. Se nos olvida que el patriarcado neoliberalista también fue hecho por seres de carne y hueso. Insistimos en verlo cómo una fuerza malévola, ahistórica, totalmente separada a nuestra esencia. Cómo si tuviéramos una esencia. Villano y héroe habitan en todos, no son sólo polaridades que se pueden señalar y reprochar hacia afuera, dentro del acontecer público.
Lo mismo con el egoísmo, la obsecuencia y la corrupción, los solemos malinterpretar cómo vicios exclusivos a la elite, en vez de latencias de la condición humana que terminaron por cristalizarse de manera viciosa en el sistema político y social actual.
Lo que no justifica que no haya injusticia ni inequidad ni que deberíamos dejar de
rebelarnos, sobre todo los genuinamente afectados. Pero darse cuenta de que nadie es
tan bueno como cree al menos alivia esa obsesión constante de estar definiéndose por la contingencia, así también la ansiedad apocalíptica y sus consiguientes sentimientos de impotencia.
Nos volcamos entonces de lo público a lo privado, viviendo toda su riqueza conscientes de la incertidumbre, pero no la incertidumbre proyectada en algo externo, el futuro, la política, si no que asumida como el propio origen y finitud.
Vivir la incertidumbre cómo tal, no cómo certeza. Quizás nuestro apocalipsis
anunciado radica en este simulacro de comunidad millenial impotente e impostada. Una generación que se vanagloria de una humanidad superior pero no se hace cargo de ella, sofocándose en el intento. Ese si que es un infierno, y está en nuestra pista de baile
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