La película, dirigida por Marco Berger y Martín Farina, cuenta la historia de un grupo de amigos que descubren en una escapada grupal donde testean la amistad y los límites de cada uno.

Por Fernando Delgado.

Estrenada en el pasado AMOR Festival Internacional de Cine LGBTIQ+, Taekwondo (2016), de Marco Berger y Martín Farina, expone el amor entre hombres como una disciplina de alto contacto. Acercarse es arriesgarse para ganar, aunque otras veces, intentar llegar al otro, entrega una desilusión, una áspera amargura o una rabia quemante; todo depende de como te enfrentes a ese objeto de deseo. Y desde donde se posa y se viva la –tan en crisis- masculinidad actual.

Son ocho hombres, amigos entre todos. Ocho gatos sobre el tejado de zinc caliente que deciden pasar unos días reunidos en una quinta en las afueras de Buenos Aires. Ahí, aprovisionados de tabaco, marihuana, alcohol, fútbol y PlayStation. Se relajarán en un sauna, reirán a carcajadas, pelarán a sus conocidos y a sus parejas heterosexuales. Harán bromas con hincapié adolescente en el supuesto desempeño sexual, o en lo gay de cada uno de ellos. Y se amenazarán a empujones y se reconciliarán con la misma facilidad.

Son veinteañeros acercándose a sus treintas y es un verano húmedo en la provincia. Así se encarga de patentarlo el registro visual; son cuerpos acalorados, torvos. Observados en silencio por Germán (Gabriel Epstein), el noveno pasajero de esta tripulación. Germán es el último en llegar, ha sido invitado por Fernando (Lucas Papa), y es el elemento nuevo en este conjunto de testosterona ruidosa. Un elemento gay. Eso Germán lo tiene claro, los demás no, aunque Fernando tal vez sienta algo más que una amistad por Germán.

Lejos de los restos de una homofobia velada y más cerca de las voces generosas con el tema, se vuelven naturales las jornadas de relajo y excesos. Es un relato coloquial, con el oído puesto en los códigos, la mirada dirigida al movimiento Dogma y al cine queer de Gus Van Sant y al de Andy Warhol, menos under pero igual de espontáneo y provocador, donde se revela en una narración ausente de insidia la mirada atinada de sus directores. Esto no va de una salida de clóset masiva ni de crear una mitología escandalosa en torno a los clubes de Toby. Esta manada, lejos de la familia y de sus parejas estables o casuales, no son más que niños encerrados en cuerpos aderezados por las pichangas o el gimnasio. Niños desnudos que se quieren a su manera, de la misma forma como se critican o celan cuando buscan protegerse.

Cuando el ocultamiento y la simulación se han convertido en moneda de cambio fija para toda una comunidad atomizada por los discursos de odio, las variables de la ficción se vuelven una locación acogedora; una donde se deja de vivir en un permanente acting y las máscaras colocadas desde las primeras formas de sobrevivencia quedan en suspensión. Aquí es cuando se da paso a un nirvana iluminador, uno que entregará las claves para saber alejarse o acercarse de ese interés amoroso cuando sea necesario.

Uno que permita vivir en un lugar parecido a la felicidad.

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