Ninguna de los dos sacó aplausos.

Por Pablo Acuña

Desde el lunes, no he podido dejar de pensar en la imagen de Donald Trump recibiendo invitados en la Casa Blanca con comida rápida. Si bien el motivo de tal selección, el cierre del Gobierno Federal, justifica tan inusual opción, el orgullo y franca felicidad de la elección me perturbó en una forma extraña. Mi primera reacción fue un desprecio jocoso, sólo superado una vez que recordé otro periodo en la vida, cuando las becas estatales de educación incluían cheques sodexos intercambiables por comida rápida y compartir con otros la aparente pero finalmente falsa opulencia de un balde de KFC, sólo acompañado por una caja de donas y una coca cola de tres litros. Bajo el prisma de ese emotivo y francamente decadente recuerdo, nosotros mismos comulgamos con la vulgaridad de Trump.

Dado que no todos somos racistas y esta es sólo una reflexión sobre comer, es necesario delimitar el territorio en el que tal incomodidad y extraña simpatía por el presidente Trump ocurre. Existe una escuela de pensamiento en el mundo gastronómico que avanza la idea de las artes culinarias no como sólo un oficio, sino como una forma de expresar la creatividad de las y los individuos que se dedican a ella. Nick Kokonas, quién junto con Grant Achatz fundó Alinea, restaurant reconocido como uno de los mejores del planeta, se manifestó tan ofendido y perturbado por la imagen que ofreció, bajo su propio gasto, invitar a quienes asistieron a tal ceremonia para permitirles experimentar una verdadera celebración. Aunque manifestó que no hay nada malo con la comida rápida per se, es importante también aspirar a más en la vida. Tal declaración, aunque de buena fe, tiene implícita en sí un elitismo no muy diferente al de las otras artes, esas expresiones visuales -o retinales- de otras cosas.

El artista francés Marcel Duchamp, quién hasta el día de hoy es casi exclusivamente conocido por un arte que genera la reacción de un mueble de Sodimac mal ensamblado, hizo parte de su obra los readymades, objetos comunes y corrientes, seleccionados y modificados, presentados como piezas artísticas, las cuales fueron muchas veces rechazadas o ignoradas. Famoso es el ejemplo del urinal o las ruedas invertidas hoy en exhibición en el Museo de Arte Moderno en Nueva York, y que sin la referencia previa parece algo olvidado en Traperos de Emaús.

Que sus obras tengan valor artístico, económico y social hoy, algo sólo producto de la legitimización de los espacios y grupos humanos, quiere decir que el objeto en sí puede ser definido por el contexto en el que está presente y las categorías que queramos asignarles, y aquí es donde las Big Macs se nos manifiestan como el último de los readymades; un urinal más sencillo de digerir.

Es prudente desplazar la teoría un segundo y dejar claro una cosa; la comida rápida es un milagro moderno. La capacidad de producir comida de forma uniforme en cantidades industriales es algo que los Estado Nación jamás han logrado conseguir. En algún momento se habló que los países con McDonalds nunca tuvieron guerras entre ellos. El azúcar oculto en su pan provoca un efecto no muy distinto a la cocaína, además de engordar de la misma forma. Las papas fritas de cadena sólo logran esa textura y crocancia gracias a pre freírlas y congelarlas, algo que puede hacerse en casa pero requiere un nivel de dedicación mayor al de la masa madre.

La comida rápida, entendida en su espacio y en sus tiempos, es casi o más revolucionaria que descubrir la agricultura y finalmente, luego de miles de años, poder dormir siestas.

Trump, quién come KFC con cuchillo y tenedor, es la persona menos indicada para entender estas sutilezas, las que el resto de nosotros ya interiorizamos de mayor o menor manera. Imagínense en la Casa Blanca, comiendo Cuartos de Libra con Queso fríos, con papas fritas blandas por la condensación del traslado, intimidado por el espacio y a la vez confundido por las selecciones gastronómicas del presidente Cheeto. David Bowie cantó sobre estar asustado de los americanos, pero si estuviese hoy posiblemente manifestaría estar asustado por ellos.

No todo ocurre en el otro extremo del continente. Este mismo mes, Piñera también recibió gente a comer, específicamente estudiantes que obtuvieron puntaje nacional en la PSU. Para compartir con Estados Unidos la distinción de tener presidentes multimillonarios, es curioso que con toda su vulgaridad Trump fue objetivamente más generoso que nuestro presidente. Podría ser comida rápida fría, pero representó una inversión más grande y osada que los pequeños queques y sándwiches de miga con los que nuestro presidente consideró prudente celebrar a las y los campeones de la selección escolar.

Quizás el poder de la imagen radica en que nos plantea el desafío de resignificar los espacios. Hay un Burger King a sólo pasos del Palacio de La Moneda, y antes que nos gobernara una cofradía de primos con mentones Hasburgo, la gente relativamente normal que trabajó allí debió sentir esa hambre que sólo una Whopper puede saciar.

Sospecho que compraban con gafas de sol y comían escondidos en las esquinas del Palacio, preocupados de no perturbar la solemnidad de un edificio que insiste en mantenerse blanco a pesar de estar en una ciudad donde el mismo aire es gris. Posiblemente aquí esté la diferencia fundamental entre Piñera y Trump. Uno está preocupado del desabrido arte retinal, mientras el otro tiene la osadía de servir urinales, dejando abierta la pregunta de quién, bajo estos criterios, deberíamos respetar más.