Habitar un cuerpo gordo y deambular entre la brutalista arquitectura de una ciudad  poco amigable es un constante concurso de sonrisas y malas miradas.

Mientras volvíamos al Teatro Nacional para entrar a ver La Iguana de Alessandra, la última obra de Ramón Griffero, un amigo se veía en el espejo que al mismo tiempo servía como excusa de pared en una escalera mecánica camino al segundo piso de una galería, que aspiraba a ser una versión latinoamericana de los Mall. Me preguntó si quería mirarme, respondí que no.

«En la habitación que tiene las paredes cubiertas de espejos. Donde los espejos son como ojos de hombres, y la mujer refleja el juicio de los espejos»; Susan Griffin, Woman and Nature: The Roa ring inside Her (Nueva York, Harper & Row, 1978), pág. 155.

En los espejos se refleja la materialidad de los cuerpos, cada parte y cada frase de las capas que poseen un valor en si mismas, pero que no está dado por el mismo cuerpo, sino por una mirada ácida de una policía benevolente que vigila las prácticas que se mueven entre circuitos que presentan como su pertenencia. Es una constante que recela la imagen heterogénea del tejido social en miras una aburrida supremacía corporal.

Los espejos contemplan una figura que dificulta una observación propia, de reconocimiento o de detalles. En los espejos no está la acción del sujeto, no existe un ojo lo suficientemente capaz de entender que los fragmentos que se articulan en clave de enigma como un desafío de un reflejo en formato glitch, de belleza inaudita para el común denominador.

El cuerpo glitch, entonces, se borra, se dibuja y se piensa entre afirmaciones y negaciones, metodologías de sumisión, de silencios, de palabras olvidadas en los silencios de dietas, de reclamos permanentes.

Habitar un cuerpo gordo y deambular entre la brutalista arquitectura de una ciudad  poco amigable es un constante concurso de sonrisas y malas miradas. Tu cuerpo es un receptaculo de asco, de enojo, de skinnysplaining, de esa gente que frena tu camino y te enseña cómo bajar de peso.

El espejo no trabaja con las mismas directrices cuando lo mira un cuerpo precarizado; es una interferencia, una ambigüedad, una imagen rota y viscosa. Una interrogante que no se responde en códigos binarios, que sí oscila en espacios al margen.

¿Qué no ve el espejo? ¿Quién decodifica el cuerpo? ¿Puede no existir un cuerpo en el espejo? ¿Dónde está el cuerpo gordo?

Quienes somos gordos sabemos que nuestro cuerpo está censurado, con ruido, en un espejo. Nuestro reflejo no es lo que vemos en un espejo, es una caricatura de mal gusto, un fetiche virtual, una ficción utópica, nuestros sueños hervidos en un curriculum de estructuras precarias. Somos lo que el heteroflaco ve en nosotros cuando nos ofrece trabajo, nos despide, no nos quiere subir el sueldo, cuando no quiere que entremos a su grupo de amigos, cuando nos mira comer tranquilos y felices, cuando no entiende cómo podemos existir, deambular, cuando no sabe qué responder cuando decidimos existir, vivir, trabajar, amar, explotar nuestra sexualidad, cuando trabajamos en la prostitución, en espacios feministas, escribiendo libros y de modelos.

Porque el flaco no puede entender que usemos nuestro cuerpo como arma y no como escudo de sus insultos.

Pensarse como gordos frente al espejo, desnudos, es agregar incógnitas a la ecuación. Es un trabajo constante que no se puede detener, no porque no se desee o porque la ansiedad llegue a tal punto que no nos permita frenar. No podemos dejar de pensar en el cuerpo gordo porque desde todos los estímulos recordamos permanentemente que no somos bienvenidos.

Es por eso que creo necesario verse en el espejo, mirarse y encontrarse entre la rabia y los escondites de la grasa para conocerse y habitar, también, el margen y la periferia, y abandonar la autocompasión.