Nos llegó esta afiebrada columna de un joven que tiene una imparable doble vida como entusiasta guía turístico y sexual.

Comenzó así. Una amiga de mi polola nos invitó a su depto. Dinámica clásica y fome. Ellas hablarían de sus clases de yoga, del taller de cerámica al que asistían, de alguna amiga en común que no era tan ecológica ni comprometida socialmente, mientras yo saldría al balcón a fumar y a tomar casi todo ese vino orgánico de mierda que detestaba.

Así debía pasar, pero todo fue diferente o ligeramente diferente, porque cuando llegamos nos topamos con Franziska, una alemana de 22 años que de solo verla me sacó sangre de narices y que para mí resultaba tan parecida a una actriz porno, que no pude evitar enamorarme.

Con Franziska nos bajamos dos botellas de vino y fumamos un poco de marihuana en el balcón, mientras mi polola y su amiga tomaban café de higo y dialogaban sobre la numerología terapéutica. Nunca le pregunté por qué estaba ahí, o cómo se relacionaba con la dueña de casa, simplemente me di cuenta que andaba con ganas de huevear, pero no podía, porque su anfitriona era de otra onda. Cosita, sentí pena por ella y por mí. Sabía que podríamos haber pisado juntos el acelerador hasta reventarnos contra una muralla, porque aunque fuera tan desesperantemente rica como era y yo tan promedio como soy, estaba sola en un país que no era el propio, hablaba una mierda de español, no conocía a nadie y más encima tenía tiernos 22 años.

Como dicen los gringos, era casi como si el venado que saliste a cazar te quitara la escopeta, se apuntara bajo el hocico, se disparara, y luego se amarrara al techo de tu auto.

Fue una noche mágica, porque aunque no pasó nada más allá de tirar unos pocos palos y que estos fueran bien recibidos, lo que empezó a funcionar en mi cabeza luego de enterarme de que Franziska se alojaba ahí gracias a Couchsurfing, fue casi diabólico. Sentía como una imagen ectoplásmica de mi ser se retorcía de risa y placer flotando justo sobre mi cabeza e imaginando las infinitas posibilidades.

De eso han pasado 3 años.

El camino que he transitado durante estos años ha sido hermoso. Más bien surreal. Y es que al tener departamento propio, la oportunidad de echar a andar el potencial real que ofrece esta plataforma, más allá del fin propagandístico de encontrarle alojamiento gratuito al viajero y al mismo tiempo ayudarle a conocer personas locales que mejoren su experiencia, es sin duda incuantificable.

De un momento a otro Couchsurfing se volvió más atrapante que Facebook, Twitter y Xvideos juntos. Horas de dedicación a la semana, de momentos libres en la pega, destinados a revisar perfiles de todos los viajeros que llegaban a la ciudad. Seleccionaba por sexo, edad, nacionalidad, gustos, fotos. Leyendo biografías como si fuesen verdaderos tesoros de la literatura universal. Al principio, como es lógico, invitaba a puras minas ricas, pero costaba. No enganchaban.

Entendí que mi perfil llamaba a la desconfianza. Poca información y una foto bien de mierda. Empecé a trabajarlo y conseguí armar uno bastante decente, medio desinteresado y con un poco de misticismo. Puse fotos de mi depto y abrí las invitaciones a parejas. Fue la clave. Las personas se quedaban pocos días, ayudaban con la limpieza y compraban mercadería. Mi perfil elevó su nivel de referencias y después ya no tuve que prácticamente invitar a nadie. Las solicitudes llegaban a mí. Fue un momento hermoso, como cuando Leonardo DiCaprio está sobre la ola en el Lobo de Wall Street jalando coca desde el poto de una prostituta.

Corre, Lola, corre

“Hola. Yo soy francesa y viajo sola. Estoy en este momento en Chile para ser voluntaria y después quería ir a Santiago. Quería descubrir la ciudad y compartir buen momento! Hasta pronto! Lola”, rezaba el mensaje. Llegó un viernes, con el recato y encanto que solo la educación europea ofrece y se fue el domingo después de almuerzo con maratónicas jornadas de barbárico sexo a cuestas.

Desde ahí no he parado. Al menos dos veces al mes alojo a alguien, a veces días de semana. Nunca más de 3 días, nunca incorporo amigos o amigas de mi otra realidad (que apenas sostengo), ni tampoco les cuento sobre esto, siempre tengo una batería de panoramas para ofrecer y como Patrick Bateman, mi vida fuera de Couchsurfing ya no despierta nada en mí, solo vivo para las notificaciones y solicitudes.

La pega se acumula en el mail, mientras los mensajes de Nadja de República Checa, Flor de España o Charo de Colombia bailan en mi bandeja de entrada como las protagonistas de Moulin Rouge y yo revivo, hipnotizado por ese sentimiento único y adrenalínico que no se trata solo del sexo, sino que encierra algo más, algo que me gusta y me calienta. No siempre se trata de sexo, a veces son paseos por el cerro o visitas al museo que terminan en nada y entonces me deprimo y me dan ganas de mandar todo a la chucha y reventar contra la muralla esa sandía de mierda que compré solo porque leí en un perfil que querían probarla. Pero se me pasa, porque no estoy en una relación y mis visitas se van en 3 días o a veces menos, si empiezo a hacer las cosas difíciles.

Pero sigo adelante y aunque ahora hay otras plataformas como BeWelcome, Hospitality Club, soy fiel a Couchsurfing, en su modalidad añeja de ofrecerle un lugar al viajero y mostrarles la ciudad como solo un oriundo puede conocerla. Porque al final, cuando andas viajando solo y te quedas por tres días en un lugar, lo que quieres es pasarla bien, sin compromisos y ver cómo quieren en Chile, al amigo cuando es forastero.