Ni el rostro y físico de Cecilia Pérez ni el de nadie debería importarnos. Ni siquiera antes, cuando el Estado en lugar de la lógica empresarial regulaba hasta lo que pensábamos en el WC.

Aclaremos las cosas.

El fenotipo de la abogada, militante RN y flamante ministra secretaria general de gobierno, Cecilia Pérez (43), su tono de piel, sus rasgos y otros detalles no importan nada. O no debería preocuparnos. Así como tampoco la ropa de Florcita Motuda, el color de ojos de Vallejo, el peso de Bachelet, la barba de Crispi o la pelada de Jackson.

A lo mejor antes, cuando el Estado regulaba nuestras vidas, podían ser señales de algo. La delgadez, un rostro terso o el outfit sobrio hablaba de cierta relación con la buena vida de quien dictaba las leyes.

“Los políticos son solo interfaces de conglomerados ideológicos”.

Pero ahora, cuando el mercado global determina hasta lo que sentimos cuando estamos encerrados en el baño, los políticos son solo interfaces de conglomerados ideológicos. Y hay que tratarlos como eso: un Siri con militancia y lleno de respuestas diplomáticas para la galucha y técnicas si las preguntas son específicas.

Ese es el problema con las fotos de la revista “Ya” publicada en El Mercurio en su edición del martes 13 y que se suma a lo que sucedió en revista Caras en junio del año pasado.

Si nuestros ojos se van directo a Pérez y de inmediato nos reímos de lo blanqueada que está, todo eso amig@s habla de nosotros mismos, de nuestro machismo selectivo, de nuestro complejo de clase, pero nunca, nunca de Cecilia Pérez. Si ella es inteligente, no debería preocuparle mucho el trolleo. Y evidentemente lo es, además de leal como se lee en la misma entrevista de Ya:

Fortalezas y debilidades del Presidente: “La cualidad que más le rescato al Presidente es que es un hombre justo. Nunca toma una decisión por lo que le dicen, sino que valora lo global. Y eso implica mucha sintonía fina, mucha emocionalidad. Yo tengo mucha facilidad en mi vocería, justamente por él. Porque no solo es una persona que escucha, es una persona a la que si le das buenos argumentos, puede cambiar de opinión. No le cambiaría nada. No creo en la perfección humana, todos tenemos errores, es parte de su personalidad, de su identidad. Yo me mato de la risa con sus chascarros, los disfruto. Creo que al principio, llamaban la atención y algunos podían juzgar que era positivo o negativo. Hoy se acepta y no solo se acepta, ¡algunos los esperan! Es parte de él”.

Y también es señal que no queremos ver que hay dos focos, uno detrás y otro frente a ella, debido a lo oscuro de la locación: el Congreso Nacional.

Lo complicado es que este trolleo revela de nostros cosas que no nos convienen o que infantiliza nuestra relación con la interfaz política que la misma Pérez encarna.

Primero, lo moreno es un indicador de no pertenencia.

Nos extraña que alguien con esa piel tan oscura haya penetrado a las elites tradicionalmente de un tono colorado, de vasco campesino huyendo hacia America que se enamora de un (a) aleman (a) tan quemado por el sol bávaro como él. Ese particular tono blanquecino, del que nunca se habla, pero todos reconocemos y que constituye -matrimonio entre primos mediante, como reza el chiste- en la marca genética de los que deciden por nosotros.

Segundo, nuestra lucha de clases siempre latente, nunca explícita.

En Cecilia proyectamos nuestra rabia ante la persona que -damos por hecho- trasó a su propia clase y se alió con los opresores, los cuicos, los golpistas. Damos por hecho, que si ella llegó a un lugar así, a la derecha de la Derecha encarnada en el Presidente, fue no reconocer a su propia clase delatada por apellido y color de piel. Sin embargo, al mismo tiempo, nos negamos a asumir esas tensiones dejando el tema para nosotros mismos o de vez en cuando posteando cuando alguien se ríe de las infames fotos de la vida social chilena donde todos tienen la misma cara.

Tercero, la derrota de la meritocracia.

En el rostro de Pérez vemos que el único camino en Chile para avanzar hacia una mejor vida es transar hacia políticas empresariales y no sociales. Pérez es esa derecha bien católica que cree que los pobres están ahí porque una voluntad divina lo quiere y que Chile es un gran trabajo voluntario, donde podemos ir a las poblaciones y hacerles casas, pero siempre con el financiamiento de las empresas que se niegan a mejorar las condiciones de ellos mismos.

Cuarto: no asumir el horror de una centro-izquierda que transmitió la idea de que el dinero y el progreso material es sospechoso, mientras ellos mismos gozaban de él gracias a la relación política-empresa de la Transición.

Quinto: creemos -y con razón- que Pérez tiene su vida resuelta o al menos no debe preocuparse de las cuentas. Y nosotros seguimos ahí.

Todo esto, por supuesto, fortalece al bando de Pérez porque la rabia se devuelve hacia nosotros.

El budismo insiste en no hacerlo con el concepto del karma.

El cristianismo, lo tiene en su base: con la vara que mides serás medido.

Los ateos dicen que no vale la pena.

Y todos ellos están en lo correcto, pero por una razón práctica.

Mientras más nos hundimos en este trolleo más fortalecemos esta situación. Porque Pérez sabe perfectamente como es. Se mira al espejo todos los días. La ingenuidad es de nosotros que queremos pelear con una interfaz tal como Abe Simpson lo hace con una nube.

Y al final el meme somos nosotros mientras la interfaz Cecilia Pérez nos mira eternamente.

PD: Es importante recordar a Bordieu, su ensayo La distinción y lo que Marisol García dice al respecto:

“Nuestros juicios de los gustos nos juzgan a nosotros”; escribe él, y, en ese sentido, les deja una alerta a los arribistas del estátus y abajistas en general: ojo, que su ansiedad por marcar sus disgustos y condenas los revela en su esencia mucho más que aquello de lo que alardean disfrutar. Sobre la canción cebolla persisten una serie de malos entendidos que nacen de complejos personales, de nuestra educación sentimental y clasismo instalado en torno a qué constituye «buen y mal gusto», y por supuesto toda esa tontera sobre que habría música que debemos escuchar con culpa o, peor aún, dejando claro que lo hacemos irónicamente. Hay quienes prefieren guardarse gustos musicales en privado. Como si ocultasen algo inconveniente. El problema es suyo, no de los músicos ni de las canciones.