Doggis no es sólo su oferta gastronómica, también ejemplifica en sus casi 30 años la transformación económica y social de este país.

Por Pablo Acuña

La vida constituye una sucesión interminable de decisiones incómodas y difíciles, con las que eventualmente asumimos cierta familiaridad. Parte de esta ecuación, sin embargo, son las soluciones que nos ofrece la vida moderna para evadir toda esta incomodidad, y la comida rápida es una de estas cosas fáciles que resuelven el dilema que es aún cazar y recolectar.

Así, resueltas nuestras necesidades más básicas, es curioso que nosotros humanos, una vez dominadas las herramientas de piedra y hierro, hayamos decidido comer en un Doggis.

El primer Doggis fue inaugurado en 1991, como evolución de una fuente de soda en el centro de Santiago. Su primera franquicia, 4 años después, hoy constituye un pequeño imperio del hot dog, con 193 locales y más de 1 millón de visitas al mes. Su holding propietario, G&N Brands, maneja también las marcas Juan Maestro, Tommy Beans, Mamut y Popeyes. Su fundador, Óscar Fuenzalida, pasará a la historia por increpar prepotentemente a Guido Guirardi, nuestro zar de la alimentación saludable pero aburrida, manifestando que “eres lo más nefasto que le ha pasado a este país, conchatumadre. Salte de la política, le vai a hacer un favor a la patria”.

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Doggis no es sólo su oferta gastronómica, también ejemplifica en sus casi 30 años la transformación económica y social de este país, incluyendo esa oscuridad subyacente que todos sentimos y solo algunos manifiestan, pero la gran mayoría preferimos ignorar.

Dejemos una cosa clara; Doggis no tiene sabor a nada. Su máximo logro es que a pesar de que sin duda utilizan glutamato monosódico, que es básicamente umami sintetizado, su comida aún es ausente de carácter. Doggis es un batido de proteína en forma de hot dog. Su única victoria, la salsa de queso, fue reemplazada por una versión marca Hellmann’s que también esta en los supermercados, descartando la única posible real razón para visitar uno de sus locales. Su decoración es despreocupada, inconsistente con sus productos. Su individual de papel, entre “burgers”, “wraps” y “hot dogs”, también dice “pan recién” sin concluir la frase, posiblemente por motivos legales. Los doggicombos, palabra que nunca debió ser escrita en primer lugar, son un testimonio a la falta de creatividad, con uno osadamente bautizado “dinámico”, como si tal expresión fuese a inspirar apetito. En un patio de comidas, cada uno de sus productos puede ser superado por otras cadenas, incluyendo cosas tan sencillas como los helados de máquina. Doggis es la náusea de la que escribió Sartre, una crisis epistémica deprimente en colores brillantes pero sucios.

Manifestado esto, resulta inexplicable que, al igual que las farmacias, cada esquina en Chile parece tener un Doggis. G&N indica que el cliente promedio gasta 3.300 pesos en sus locales, una cantidad modesta pero significativa. Sus locales se sienten siempre llenos, y si hay desagrado no es evidente a primera vista. Cuando un joven en Concepción fue multado por comer completos en la calle, la cadena lo compensó con un año de su producto gratis, situación no muy distinta a Fausto llegando a un acuerdo con el diablo. Pareciera ser que existe cierto sentimiento informal e inarticulado, el cual se traduce en una lealtad importante con la marca, una especie de militancia popular, la que rechaza tradiciones extranjerizantes de otras cadenas y reivindica un nacionalismo diluido y casi olvidado en la oferta de Doggis.

Chile tiene un amor profundo por el completo. Se cree que su origen está en los años 20, en un local del Portal Fernández Concha. Cada ciudadano tiene su local preferido y evangeliza en consecuencia, y aunque son hot dogs, se ha vuelto socialmente aceptable reconocer el producto de Doggis como completo, algo jamás aceptado en otro lugar. Cuando Anthony Bourdain nos visitó, hito más importante que la gira del Papa, fue descolocado por un completo en Viña del Mar, y aunque es una introducción apropiada a lo que es comer en Chile, quizás hubiese entendido más respecto al carácter nacional visitando un Doggis. Así, rodeado de estudiantes universitarios haciendo rendir los cheques y tarjetas Sodexo con las que el Estado compensó su ausencia, se podría intuir el terror que inspira en alguna gente retrógrada la disolución del carácter nacional.

Aunque un almuerzo Junaeb de escuela en la década de los 90 tiene más intención y emoción, es importante también disfrutar cosas sin sentido, liberarse de la seriedad que asignamos a ciertos elementos, y aquí radica lo que generosamente podemos considerar el encanto de Doggis; su absoluta falta de pretensión. Su única proposición de valor es ser barato. Es el éter de la física aristotélica, colorizado pero no saborizado, ocupando todos los espacios. Esa despreocupación libre, aunque envidiable y entendible, sin embargo, es una emoción con la que tristemente no puedo comulgar. Mejor cruzar la calle a un Dominó, y así evitar llorar.


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