Ellos no tienen tal derecho, sino que una obligación de cuidar a sus hijos en ambientes de amor y respeto. Y la Ley de Identidad de Género debería estar orientada a garantizar esa obligación, en lugar de transformar en tierra de nadie el horror de vivir en hogares tormentosos.

Por Bruno Córdova Manzor*

El pasado sábado 31 de marzo, en entrevista al diario El Mercurio, el diputado UDI Javier Macaya se refirió a las amenazas que ciertos miembros de su partido han comunicado en cuanto a impugnar el cambio de sexo registral en personas de entre 14 y 18 años, en caso de que dicho aspecto sea aprobado en una futura ley de identidad de género. Esta impugnación ocurriría ante (obviamente) el Tribunal Constitucional, una vez que este proyecto sea aprobado.

Esto es mucha prevención.

El proyecto recién está siendo discutido y cabildeado internamente en La Moneda. A principios de esta semana, el gobierno de Sebastián Piñera anunció que permitiría el cambio del sexo registral en personas de entre 14 y 18 años. Sin embargo, este jueves, decidió no fijar una postura en favor de dicha facilidad (para no quedar mal con Chile Vamos) ni en contra de dicha facilidad (para no quedar mal con la oposición cuyos votos requiere para aprobar esta iniciativa).

¿Por qué el gobierno decide no fijar postura? Porque anteayer un grupo de diputados de Renovación Nacional firmó una carta abierta en la cual señala su rotundo rechazo a la iniciativa. Se trata de 22 de 36 diputados de la bancada, alineados detrás del rechazo rotundo de la UDI en la materia.

El punto que divide toda la controversia es la libertad de una persona mayor de 14 y menor de 18 años para poder determinar libremente su sexo registral. Pero el gobierno no quiere tener una iniciativa aprobada con los votos de la oposición porque (claro está) ningún gobierno quiere que sus iniciativas legislativas parezcan confeccionadas a la medida del apoyo del adversario. No obstante aquello, la necesidad de la oposición de “respetar el derecho preferente de los padres” para decidir por sus hijos resulta nefasto, puesto que establece dos categorías de infantes, hijos de dos tipos de padres.

Por un lado, tendremos hijos de primera categoría, cuyos padres respetan y apoyan sus decisiones (las de vida, las de género, las de educación sexual, las de qué hacer con sus cuerpos en general). Por otro lado, tenemos a los hijos de segunda categoría, los que no, quienes vivirán desprotegidos hasta que cumplan la mayoría de edad.

Los niños de segunda categoría deberán vivir la ansiedad de no poder desenvolverse plenamente en lo que quieren ser y lo que quieren sentir. Los niños de segunda categoría mirarán con frustración que existen niños de primera categoría; porque existen padres de primera categoría, a quienes sus padres de segunda categoría considerarán unos inmorales, unos inadecuados o unos desubicados, cuanto menos.

El “derecho preferente de los padres” tiene un límite: el derecho de los niños a poder tener una identidad. Los hijos (lo siento si creen esto) no son propiedad de sus padres, no pueden moldearlos en función de sus aspiraciones o para reivindicar sus frustraciones.

Defender el “derecho preferente de los padres” implica asumir que la familia es un estanco en el cual un Estado no tiene injerencia, por lo cual es incompetente de ejercer sus obligaciones de protección cuando los derechos de un miembro son vulnerados. Y los derechos de los niños solamente serán traídos a colación solamente cuando ya haya ocurrido una tragedia: cuando ese niño o niña haya intentado suicidarse, cuando ese niño o niña haya sufrido alguna agresión violenta en la escuela, cuando ese niño o niña haya terminado en una urgencia porque alguno de sus padres le sacó la cresta por simplemente querer ser.

Por eso, si ese espacio de privacidad de los padres no es tocado por la ley, los niños están vulnerados. Por eso, defender el “derecho preferente de los padres” es igual a defender la violencia, una violencia que puede ser ejercida impunemente hasta la mayoría de edad. Defender el “derecho preferente de los padres” es defender el derecho de Marcela Aranda de humillar a su hija, sea en la crianza o ya a años de haberse distanciado, cuando la llama “hijo” ante los medios de comunicación.

La discusión no puede estar en el lado de las familias. No se puede defender “el derecho preferente de los padres”. Ni en el sexo registral ni en ninguna otra controversia. Ellos no tienen tal derecho, sino que una obligación de cuidar a sus hijos en ambientes de amor y respeto. Y la ley debería estar orientada a garantizar esa obligación, en lugar de transformar en tierra de nadie el horror de vivir en hogares tormentosos.


*Licenciado en Comunicación; Diseñador, la mayor parte del tiempo; Analista político en 280 caracteres; autor de “No estoy de acuerdo” (Das Kapital, 2017).