Una volada.
Por Pablo Acuña
Parte de la experiencia que es la educación formal es aprender sobre la Era de Exploración. El currículo educativo ocupa importante tiempo en la épica narrativa de Cristóbal Colón, su deseo de explorar el mundo y descubrir nuevas rutas. Este cuento, además de ocultar su legado de esclavitud y genocidio, oscurece también la importante motivación comercial en satisfacer el deseo europeo por especias, único motivo real por el cual alguien pasaría meses en mar buscando nuevos caminos arriesgando caer al abismo en el borde de nuestra tierra plana.
El comercio de especias es un aspecto fundamental de la antigüedad. 3 mil años antes de Cristo ya existían las primeras rutas comerciales, y este intercambio influenció de forma importante procesos históricos como la expansión del islam, incontables guerras europeas y el eventual saqueo de América. El deseo humano por el sabor en sus distintas formas es un catalizador importante en la historia humana, y ante la sobrecarga sensorial que es la vida contemporánea, es quizás prudente recordar los largos recorridos y el elevado costo monetario y en vidas que solía implicar adquirir pimienta o canela.
Ante esta perspectiva histórica, es curioso como hoy sin darnos cuenta todos somos exploradores en el pequeño planeta que contiene el Jumbo.
Su primer local abrió en Las Condes en 1976, y su objetivo central fue ofrecer una mayor variedad que los supermercados tradicionales. La consecuente expansión internacional del grupo Cencosud, controlador de Jumbo y otras cadenas de supermercados, no viene al caso.
Lo prudente de observar aquí, sin embargo, es la inadvertida experiencia global que tenemos al consumir en esta cadena.
Si bien todos los supermercados en Chile han ampliado su oferta considerablemente, y la fantasía invernal europea de tostadas con nutella es común, Jumbo aún se distingue por importar productos que no están en otras cadenas. Los chilenos, quienes hoy viajan por el mundo y son fácilmente identificables al escuchar en el fondo la palabra “hueón”, al retornar al país suelen visitar el Jumbo con la esperanza de encontrar ese producto que descubrieron fuera pero siempre estuvo aquí.
Jumbo es un destino explícito, no así los Santa Isabel o Unimarc, espacios falsamente coloridos e intercambiables entre sí.
Existe una cuenta en Twitter cuyo objetivo es ridiculizar los clichés progresistas del conocido escritor de las “historias secretas” de nuestro país. Broma común es acompañar sus actos de activismo social con “comprar cosas ricas en el Jumbo”, un acto de epicureísmo absurdo que funciona como broma ya que es exageradamente real. Si bien la cuenta se burla del escritor también, implícitamente, nos invita a reconocer en nosotros el deseo de adquirir “cosas ricas”, de sucumbir al agrado parcialmente ridículo de pequeños envoltorios y productos sólo posibles de adquirir gracias a esta contemporánea versión del comercio de especias.
Alberto Fuguet en Mala Onda escribió sobre el Jumbo. Es revelador que un libro que trata sobre adolescencia, cocaína y depresión incluya también una detallada narración sobre comprar quesos, aceitunas, Stolichnaya y gin Tanqueray.
Resulta gracioso pensar en el Jumbo como lo más cuico que existió en Chile por mucho tiempo o al menos uno de los espacios más privilegiados que pudo manifestar el autor. Hoy, a medida que tanto el bienestar como la ilusión del crédito se han democratizado, considerar cuico al Jumbo es sólo un prejuicio. Consumir es lo único que compartimos como país, y la experiencia del consumo global también es parte del ethosnacional.
En el siglo XIX las naciones comenzaron a organizar exposiciones internacionales, eventos en los cuales exhibían sus avances, logros y eventualmente sus culturas. Chile en 1889 presentó en París el pabellón que hoy es el edificio del museo Artequín, y en 1992 expuso en Sevilla un iceberg de 60 toneladas como demostración de las habilidades logísticas de nuestro país para la exportación de frutas o salmón. Así como los asistentes a estos eventos han podido observar la fuerza y poderío de los múltiples Estado nación presentes, los consumidores de Jumbo también participan de una exhibición de nacionalidad manifestada en embutidos y pastas italianas. El supermercado es una forma relativamente democrática del pabellón internacional, además de ser el último destino en la ruta de las especias.
Marco Polo, el comerciante veneciano quién a través de sus crónicas ilustró a Europa lo que era Oriente, estaría perfectamente cómodo en los pasillos del supermercado contemporáneo. Es posible que su única sorpresa real, además de la tecnología, es que las especias por las cuales viajó años hoy se venden bajo su nombre en sobres plásticos de no más de 300 pesos.